+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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10 de diciembre de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]eguro que cada uno de nosotros podíamos hacer una lista interminable de razones para el desaliento y la tristeza. Y, sin embargo, la liturgia de este tercer domingo de adviento es toda ella una invitación a la alegría. La venida de un amigo o el gozo de una fiesta empezamos a vivirlos antes de que llegue. Eso pasa con la Navidad, que es fiesta de gozo y esperanza.

Dios es amor, unción y medicina, se compadece y perdona. Qué bien sonarían las palabras de Isaías, en el corazón abatido de aquellos judíos desterrados. Qué buena noticia para los pobres que tenían el corazón roto. Se anuncia el final de la vergüenza, del luto y del oprobio, para dar lugar a un año de gracia interminable.

Pero seguimos escuchando a Juan, que, junto con María, son los personajes del Adviento. Los evangelios sinópticos le presentan como el recio predicador de la penitencia y de la conversión. El cuarto evangelio le muestra como “el testigo de la luz”.

“Los judíos, sorprendidos, preguntaban a Juan: ¿Tú quién eres? ¿Por qué bautizas?”. La manera misma de vivir de Juan intrigaba y provocaba esta pregunta en sus contemporáneos. Es una frase que nos invita a interrogarnos sobre nuestro propio rol de testigos: ¿Vivimos los cristianos de tal manera que en nuestro entorno, en nuestras relaciones, nuestros colegas se interroguen sobre el secreto que da sentido a nuestra vida?

Yo no soy el Mesías… ni el Profeta… yo soy la voz…”. Su respuesta es doble: Comienza por decir que él no es el Mesías, para añadir seguidamente que él no pretende ser más que una voz, ¡la voz de otro! Es una respuesta sugerente la de Juan. Hoy la Iglesia, y cada cristiano, tendríamos que retomar con coraje, como lo hicieron Juan XXIII y Pablo VI durante el Concilio Vaticano, la misma pregunta: “Iglesia, cristiano, ¿qué dices de ti misma, de ti mismo? ¿Por quién te tomas?”. Y responder con la misma humildad del Bautista: “Yo no soy Cristo, pretendo ser sólo un humilde eco de Él”. Para muchos de los primeros mártires cristianos lo sustantivo no era su nombre, sino su fe: “Soy cristiana y no puedo llamarme con otro nombre distinto de lo que soy” confesaba Santa Perpetua, joven madre de veintidós años”.

Pero Juan sabía que, en el fondo, la verdadera cuestión que quemaba en los labios de los que le preguntaban era la identidad de Jesús Por eso, añadía: “En medio de vosotros hay Uno a quien no conocéis”. Traducido al cristiano y a la Iglesia sería tanto como decir que lejos de ser ésta el único lugar de presencia de Cristo, estamos convencidos de que el Cristo, a quien tantos hombres y mujeres buscan sin saberlo, está en medio de ellos, en el fondo de sus esperanzas, de sus dolores y de sus gozos, de sus luchas y de sus amores. La gran aspiración de la humanidad por la justicia ¿no es una forma de presencia del que es “toda justicia”? Cómo nos alegrarnos de que crezca en el mundo el respeto por el hombre quienes sabemos que Dios, “con su encarnación se ha unido, en cierto sentido, con todo hombre”… y que “en Cristo la naturaleza humana… ha sido elevada a una dignidad sublime”.

Toda la vida de Jesús estuvo marcada por un cierto incógnito. Dios no viene a golpe de trompeta, no llega con el estruendo de una tormenta. No es alguien que aplaste o domine. Es como el murmullo del viento, que no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Es aquel que se deja acusar y crucificar, y cuyo silencio es el espacio de la responsabilidad humana.

No soy digno de desatarle la correa de las sandalias” añadía el Bautista. Juan es el testigo en estado puro, el que no existe sino en referencia a Otro, hasta el punto que desea disminuir para que el Otro crezca. Es sólo el amigo del Esposo, del que viene a tejer una nueva Alianza con la humanidad. Juan murió dando testimonio de Jesús desde la oscuridad de la fe, antes de ver el triunfo del Resucitado. Eso es creer de verdad. “Yo sólo bautizo con agua” decía a los sabios de Jerusalén. Sabía que era sólo un pobre servidor (ministro), que no era él el que perdonaba los pecados. Era otro el “Cordero” que quita el pecado del mundo.

Esto sucedía en Bethania, al otro lado del Jordán”. No acontece la revelación de Dios en Jerusalén, donde los fariseos pretendían controlar la Palabra de Dios, sino en tierra extranjera, a la otra parte del Jordán. El dato geográfico es tan significativo para el evangelista que hace referencia a ello dos veces. ¡Que el Señor nos abra los corazones para descubrir su misteriosa presencia en la rivera opuesta, a la otra parte del Jordán!