+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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14 de diciembre de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]eguimos, en el tercer domingo de Adviento, acompañados por Juan el Bautista, al que ahora vemos encarcelado por orden de Herodes en las mazmorras de un viejo castillo engastado en un promontorio rocoso del desierto de Moab.
Probablemente Juan, como muchos de los que escuchaban a Jesús, participaba de algunas de las corrientes mesiánicas de su tiempo: Tenían metida en la cabeza la idea de un Mesías glorioso, que traería la liberación de la opresión de su pueblo ya, aquí y ahora. Soñaban con un Mesías justiciero, que libraría a Israel de sus enemigos, que vendría empuñando el hacha para cortar todo árbol improductivo, que traería el bieldo en la mano para separar el trigo y aventar la paja.
Parece que las noticias que le llegan a Juan sobre Jesús y su manera de actuar le desconciertan, o desconciertan al menos a sus discípulos. ¿No se habrá equivocado? Porque resulta que el Mesías a cuyo anuncio él se había entregado en cuerpo y alma no se impone por la fuerza, no arrasa con poder, no cuenta con otra fuerza que la de su amor, vive rodeado de gente pobre y sencilla. A la oscuridad de la mazmorra se suma otra oscuridad en el alma del Bautista.
Sabe Juan que lo más probable es que no salgo vivo de aquella cárcel. Frente a la propia muerte es normal que una persona se pregunte qué sentido ha tenido su vida. Las situaciones extremas suscitan siempre preguntas radicales, que Juan, hombre de coherencias, no elude. Por eso, envía a sus discípulos a Jesús con la pregunta que lacera su alma. “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. La confianza en Dios no está exenta de momentos de crisis.
Es una buena pregunta para el creyente y para el no creyente, para el hombre del siglo XXI, para todo hombre que, por muy grande y autosuficiente que se crea, si se toma en serio, no debe eludir. Dios nos desconcierta siempre que esperamos que responda a la imagen que nos formamos de él: ¿Por qué no libra a los que están encarcelados por su causa? ¿Por qué la palabra profética es silenciada por alguien tan estúpido como Herodes? ¿Por qué Dios calla cuando tantos le acusan? ¿Por qué tanto mal, tanto sufrimiento y tanta muerte en su creación?
“Jesús les respondió: ´Id a decir a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva”. Jesús no responde directamente a la cuestión. No dice que “Éles el que tenía que venir”. Provoca a que sea Juan mismo quien encuentre la respuesta. Remite a la Sagrada Escritura, a unos pasajes de Isaías, que indican qué mesianismo es el suyo: Un mesianismo que no se manifiesta en gestos triunfalistas y justicieros, sino por la cercanía y compasión hacia los desfavorecidos y los que sufren: ciegos, cojos, sordos, leprosos… El sentido profundo de su acción se descubre sobre todo en los dos últimos enunciados: los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. El verdadero signo de que el Reino de Dios está ahí, de que ha comenzado, es que la fuerza del Dios que es amor ha irrumpido en el mundo. La respuesta de Jesús a Juan Bautista se convierte para cada cristiano y para la Iglesia en una inquietante pregunta: ¿Seguimos ofreciendo los signos de Jesús?
Al marcharse los discípulos de Juan, Jesús hizo de éste el mayor elogio que la Sagrada Escritura ha hecho de nadie. Pero, paradójicamente, Juan, al que veíamos el domingo pasado a la orilla del Jordán, invitando a la gente a convertirse, es invitado él mismo a dar un paso más hondo en su fe, a creer en Dios incluso en su cautividad, a aceptar no su liberación por un Dios omnipotente, sino la propia muerte, convirtiéndose así en el anunciador también de la muerte de Jesús.
Es una buena lección también para nosotros, que en la próxima Navidad seremos provocados a reconocer a nuestro Salvador en alguien tan inerme y tan débil como un recién nacido, acostado en un pesebre. Pero esto, ¿no es algo absurdo, insensato, escandaloso? ¡Claro que lo es! ¿Quién puede imaginar un Dios, un Salvador así? Las palabras que cierran este episodio de la vida de Jesús también son desconcertantes: «Dichoso aquel que no se escandalice de mi».