+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de diciembre de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]uan tenía poco de diplomático, no era amigo de florituras; su predicación era todo, menos insulsa y edulcorada. Los paisanos que acudían a recibir el bautismo eran, por lo general, gente sencilla, realista y buena. Tras escuchar la predicación del Bautista, le preguntaban: ¿Qué tenemos que hacer? La contestación de Juan es clara, neta, precisa, remite a algo tan normal y corriente, tan de todos los días como el comer y el vestir, pues ahí ha de manifestarse “corporalmente” la conversión, el cambio del corazón: “El que tenga dos túnicas, que las comparta con el que no tiene; y lo mismo haga el que tiene comida”.

Para verificar la autenticidad de nuestra fe y la sinceridad de nuestra conversión no es necesario acudir a gruesos tratados teológicos, bastaría mirar al armario, a la despensa o a la cuenta corriente.    

Entre la gente que acudía para ser bautizada, Lucas destaca dos categorías de personas: los recaudadores de impuestos y los militares. Los primeros tenían fama de corruptos; los segundos, luciendo con prepotencia sus armaduras, acostumbraban a vejar a la gente y abusar del poder. Ellos también preguntaban: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? – No exijáis más de lo fijado”, decía a unos. -“No uséis la violencia ni la distorsión, contentaos con vuestro sueldo”, decía a los otros.

Si queremos prepararnos convenientemente a la venida del Señor, tendríamos que preguntarnos cada uno, según su estado y profesión, de qué tenemos que despojarnos, cuáles son nuestros pecados: los del sacerdote, los del religioso y los del laico; los del profesor y los del enfermero; los del funcionario o el asalariado y los del hombre de empresa; los del político y los del que presume de apolítico; los de los hijos y los de los padres.

Juan, a tono con la sensibilidad y los problemas de hoy, seguramente nos invitaría a trabajar por la paz, a levantar banderas de justicia contra toda forma de corrupción, a defender la vida, a acoger a los excluidos, a velar por el buen uso de la naturaleza, a devolver la esperanza a los que la han perdido, a aprender la parábola del compartir para no dar sólo de lo que nos sobra, a olvidar los rencores y a multiplicar los abrazos.

Ahí podría acabar todo, en un cambio humano y social. Pero parece que la gente esperaba algo más. Dice el evangelista: “El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban en sus corazones si Juan sería el Mesías”. No esperan sólo algo, sino a Alguien, como si su aspiración fundamental fuera un deseo hondo, escondido en el corazón, que no sabían o no se atrevían a formular.

Y Juan, que sabía leer en el corazón de la gente, les invita ahora a abrir sus corazones para el encuentro con Aquel que viene hacia ellos como Salvador: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.

Me parece ésta la parte central del relato. La conversión que Dios nos pide es prácticamente imposible para las fuerzas humanas. Es necesaria la acción de su Santo Espíritu. Juan utiliza tres imágenes: la inmersión en el agua, el viento y el fuego, los signos del Espíritu. La venida de Jesús sería como la hora de la trilla, hora de aventar la paja y recoger el grano.

Con estas exhortaciones, anunciaba Juan al pueblo la Buena Nueva”, concluye el evangelista Lucas. Nada de anuncios terribles. Lo suyo es una Buena Noticia. La riqueza más grande que puede ofrecer la Iglesia al mundo, mucho más importante que sus obras sociales, es Jesucristo mismo.

El tercer domingo de adviento se conoce como el domingo de la alegría. La austeridad propia de este tiempo queda en suspenso ante el gozo por la venida del Salvador, que se presiente próxima. Pero ¿es posible la alegría con lo que está cayendo? La alegría es posible y necesaria porque, a pesar de todos los pesares, somos frutos del amor y de la gracia, porque estamos llamados a poner alegría y consuelo donde hay tristeza y pena; porque Dios nos ama, y ama con especial ternura a los que más sufren: “del más chiquito tiene Dios memoria” decía aquel precursor de la teología de la liberación que fue Bartolomé de las Casas. La alegría es posible porque Cristo se ha hecho gracia para todos, porque la alegría es un don del Espíritu Santo.