+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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10 de diciembre de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a alegría es el tema clave de este domingo, una alegría que querría penetrarnos en el alma y en el cuerpo. Frente a los pesimistas radicales, faltos de confianza en sí mismos y en la humanidad, y frente al victimismo inoperante, la palabra del profeta se alza como buena noticia de liberación y de esperanza. Una alegría que puede darse incluso en medio de la aparente oscuridad. No hay que confundir alegría con triunfo.

El profeta Isaías contempla la vuelta del destierro del pueblo como una procesión coral, que hace que hasta el desierto florezca contagiado por una corriente de vida y de alegría. “…Vuestro Dios viene en persona y os salvará. Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos del sordo se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo y la lengua del mudo cantará, porque han brotado aguas en el desierto y corrientes en la estepa” (Is.1, 4-7).

Pero vayamos a la otra gran figura del Adviento: Juan el Bautista está ahora encarcelado por orden de Herodes en las mazmorras de un viejo castillo engastado en un promontorio rocoso del desierto de Moab. Probablemente El Bautista, como muchos de los que escuchaban a Jesús, participaba de algunas de las corrientes mesiánicas de su tiempo. Esperaban un Mesías poderoso, que traería la liberación de su pueblo ya, aquí y ahora. Soñaban con un Mesías justiciero, que vendría empuñando el hacha para cortar todo árbol improductivo, que traería el bieldo en la mano para separar el trigo y aventar la paja.

Parece que las noticias que llegan a Juan sobre Jesús y su manera de actuar le desconciertan, o, al menos, desconciertan a sus discípulos. ¿No se habrá equivocado? Porque resulta que el Mesías a cuyo anuncio él se había entregado en cuerpo y alma no se impone por la fuerza, no arrasa con poder, no cuenta con otra fuerza que la de su amor, vive rodeado de gente pobre y sencilla. A la oscuridad de la mazmorra se suma la oscuridad de la duda en el alma del Bautista.

Sabe Juan que lo más probable es que no salga vivo de aquella cárcel. Frente a la propia muerte es normal que una persona se pregunte qué sentido ha tenido su vida. Las situaciones extremas suscitan siempre preguntas radicales, que Juan, hombre de coherencias, no elude. Por eso, envía a sus discípulos a Jesús con la pregunta que lacera su alma. “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. La confianza en Dios no está exenta de momentos de crisis. Es una buena pregunta para el creyente y para el no creyente, para el hombre del siglo XXI y para todo el que quiere tomar su vida en serio.

Dios nos desconcierta siempre que esperamos que responda a la imagen que nos formamos de él. ¿Por qué no libra a los que, como Juan, están encarcelados por su causa? ¿Por qué la palabra profética es silenciada por alguien tan estúpido como Herodes? ¿Por qué Dios calla cuando tantos le acusan? ¿Por qué tanto mal, tanto sufrimiento y tanta muerte en su creación?

La respuesta de Jesús no es teórica: “Id a decir a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva”. Jesús no responde directamente a la cuestión; no dice que “Éles el que tenía que venir”. Remite al anuncio del profeta Isaías.

El mesianismo de Jesús no se manifestaría en gestos triunfalistas y justicieros, sino por la cercanía y compasión hacia los desfavorecidos y los que sufren: ciegos, cojos, sordos, leprosos… El verdadero signo de que el Reino de Dios está ahí, de que ha comenzado, es que la fuerza del Dios que es amor ha irrumpido en el mundo. La respuesta de Jesús a Juan Bautista se convierte para cada cristiano y para la Iglesia en una inquietante pregunta: ¿Seguimos ofreciendo los signos de Jesús?

Al marcharse los discípulos de Juan, Jesús hizo de éste un admirable elogio. Pero paradójicamente, Juan, al que veíamos el domingo pasado a la orilla del Jordán invitando a la gente a convertirse, es invitado él mismo a dar un paso más hondo en su fe, a creer en Dios incluso en su cautividad, a aceptar la propia muerte, convirtiéndose así en el anunciador también de la muerte de Jesús.

En la próxima Navidad, seremos provocados a reconocer a nuestro Salvador en alguien tan inerme y tan débil como un recién nacido, acostado en un pesebre. Pero esto, ¿no es algo absurdo, insensato, escandaloso? ¡Claro que lo es! ¿Quién puede imaginar un Salvador así? Las palabras que cierran este episodio de la vida de Jesús también son desconcertantes: «Dichoso aquel que no se escandalice de mi».