+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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15 de diciembre de 2007
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Nuestro mundo, a su modo, también está de Adviento. Tras las guerras que no acaban, tras la mirada perdida de todos los hambrientos, tras las infinitas formas de dolor e injusticia hay un clamor secreto por un mundo mejor, nuevo y distinto.
Hay, a otros niveles menos visibles, situaciones que también claman al cielo. Cuando se escucha en profundidad a las personas, dejando espacio a la revelación del corazón, uno encuentra sufrimientos ocultos muy profundos, infinitas heridas sangrando, sin cerrarse. Son heridas abiertas a punta de incomprensión, producidas por rupturas familiares, por desprecio o ignorancia de los otros, por carencias materiales o espirituales. Hay vacíos que nunca van a llenar el alcohol o el sexo aunque sean servidos en barra libre. No lo van a llenar los sucedáneos de felicidad que ofrecen los profetas del consumo. Hay, seguro que muy cerca de cada uno de nosotros, niños, mujeres, hombres con heridas profundas en el alma. Sin decirlo, también están de adviento, añorando algo nuevo y mejor.
Pasaba algo parecido en tiempos del Antiguo Testamento.Sólo hay que escuchar el grito de los profetas, centinelas de las aspiraciones humanas. Y lo mismo pasaba en tiempos de Jesús. Por eso, la pregunta que le hacen los discípulos de Juan el Bautista conserva toda su actualidad: «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?». ¿Eres tú realmente el portador de la salvación que el mundo ansía, o tenemos que esperar otros salvadores? ¿Eres tú quien puede hacer florecer la alegría, la vida, la felicidad, o tenemos que buscarlas por otros derroteros?
Si Dios empezara a realizar signos espectaculares en el cielo o en la tierra, si fuera el promotor de una gran lotería en que todos los números resultaran premiados; si se paseara nimbado de poder y de fuerza por todas las calles de la historia, es probable que hasta muchos escépticos o descreídos le siguieran a ciegas, le aclamaran como «el que tenía que venir». Pero, paradójicamente, la señal va a ser bien distinta: Un niño daa luz en un establo y acostado en un pesebre, porque, como sucede siempre con los pobres, «no había sitio para ellos en la posada».
La respuesta que da Jesús a los mensajeros de Juan nos indica qué desconcertante mesianismo es el suyo. No se basa en gestos justicieros o triunfalistas, ni se impone a la fuerza. Es el amor ofrecido en toda su desnudez, pero que esconde tal fuerza que, cuando es acogido y prende en el corazón del hombre, es capaz de hacer presente el Reino de Dios en medio de los reinos de este mundo. Cuando este Reino acontece, siempre resplandece luminosa la justicia de Dios,que es salvación integral del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres.
Hemos escuchado miles de veces el canto de los pájaros al primer sol de la mañana. A a su modo son felices, aunque no atesoren ni capitalicen. La alegría no se compra con monedas, no la generan las máquinas productoras de placer. He visto, os lo aseguro, comunidades que se aman, que abren su casa y comparten lo que son y lo que tienen, y son felices. He visto familias y grupos que no viven para sí, sino para los demás, y son felices. La verdadera alegría nace de dentro, mana de los hontanares del alma cuando nos unge y reviste la ternura misma de Dios, la que es manifestada en la Navidad.
La alegría es compañera de la ternura y de la esperanza. Nuncavan separadas. Una y otras nos enseñan a besar y a acariciar. Ellas hacen posible el milagro de que «los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, los sordos oigan, los muertos resuciten y que llegue a los pobres le Buena Noticia». Cuando Jesús acabó de decir estas palabras, añadió: «Dichoso aquel que no se escandalice de mi». ¡Dichosos nosotros si sabemos descubrir en la fragilidad inerme del Niño de Belén la respuesta más efectiva a las más hondas aspiraciones humanas!