+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de diciembre de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]icen que no están los tiempos para tirar cohetes. No faltan razones para el desaliento y la tristeza. Y, sin embargo, la liturgia de este tercer domingo de adviento es toda ella una invitación a la alegría. La venida de un amigo o el gozo de una fiesta empezamos a vivirlos antes de que lleguen. Eso pasa con la Navidad, que es fiesta de gozo y esperanza.

Dios es amor, unción y medicina, se compadece y perdona. ¡Qué bien sonarían las palabras de Isaías en el corazón abatido de aquellos judíos desterrados! ¡Qué buena noticia para los pobres que tenían el corazón roto! Se anuncia el final de la vergüenza, del luto y del oprobio, para dar lugar a un año de gracia interminable.

La “unción del Espíritu”, de la que habla el profeta, es invisible, pero se nota su perfume y se siente su fuerza transformadora. Es aliento divino que todo lo vivifica; es energía creadora y liberadora, capaz de hacer una ciudad nueva de los viejos escombros y de las ruinas seculares. Son las bodas de Dios con los pobres. Viene “a vendar corazones rotos, a romper cadenas y proclamar amnistía a los cautivos, a perdonar las deudas…”. Esas palabras de Isaías son las mismas que hizo suyas Jesús en la sinagoga de Nazaret, porque en Él encontraban su cumplimiento pleno. Y se hacen realidad cuando se renueva el corazón del hombre, porque entonces vuelve a ser Navidad.

Pero escuchemos al otro profeta, a Juan, que, junto con María, son las grandes figuras del Adviento. Los evangelios sinópticos le presentan como el recio predicador de la penitencia y de la conversión. El cuarto evangelio le muestra como “el testigo de la luz”.

Los judíos, sorprendidos, preguntaban a Juan: ¿Tú quién eres? ¿Por qué bautizas? La manera misma de vivir de Juan intrigaba y provocaba esta pregunta en sus contemporáneos.

En este segundo año de la Misión Diocesana, Juan nos invita a interrogarnos sobre nuestro propio rol de testigos: ¿Vivimos los cristianos de tal manera que, en nuestro entorno, en nuestras relaciones, nuestros colegas se interroguen sobre el secreto que da sentido a nuestra vida?

Yo no soy el Mesías, ni el Profeta…, yo soy la voz”. Su respuesta es doble: Comienza por decir que él no es el Mesías, para añadir seguidamente que él no pretende ser más que una voz, ¡la voz de otro! Es una respuesta sugerente la de Juan. Él es sólo el vehículo de la comunicación, un simple instrumento al servicio de quien emite la voz. ¿Con qué oídos percibirla para que llegue al corazón? 

¡Y qué triste limitación la de una afonía pertinaz o, peor aún, la de una mudez irremediable, como la de tantos cristianos…! Si pudiéramos responder con la misma humildad del Bautista: “Yo no soy el Cristo, pretendo ser sólo un humilde eco de Él”. Para muchos de los primeros mártires cristianos lo sustantivo no era su nombre, sino su fe: “Soy cristiana y no puedo llamarme con otro nombre distinto de lo que soy” confesaba Santa Perpetua, joven madre de veintidós años.

Pero Juan sabía que, en el fondo, la verdadera cuestión que quemaba en los labios de los que le preguntaban era la identidad de Jesús Por eso, añadía: “En medio de vosotros hay Uno a quien no conocéis”.

El Cristo, a quien tantos hombres y mujeres buscan sin saberlo, está en medio de ellos, en el fondo de sus esperanzas, de sus dolores y de sus gozos, de sus luchas y de sus amores. La gran aspiración de la humanidad por la justicia ¿no es una forma de presencia del que es “toda justicia”?

No soy digno de desatarle la correa de las sandalias” añadía el Bautista. Juan es el testigo en estado puro, el que no existe sino en referencia al Otro, hasta el punto que desea disminuir para que el Otro crezca. Es sólo el amigo del Esposo, del que viene a tejer una nueva Alianza con la humanidad. “Yo sólo bautizo con agua”. Era otro el “Cordero” que quita el pecado del mundo (Jn 1,28).

Esto sucedía en Bethania, al otro lado del Jordán”. No acontece la revelación de Dios en Jerusalén, sino en tierra extranjera, a la otra parte del Jordán. El dato geográfico es tan significativo para el evangelista que hace referencia a ello dos veces. ¡Que el Señor nos abra los corazones para descubrir su misteriosa presencia también en la rivera opuesta, a la otra parte del Jordán!