+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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19 de enero de 2008
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Siempre me ha encantado la imagen del Buen Pastor, que Jesús se aplicó a sí mismo: El Pastor que conoce a sus ovejas; que no las abandona, como los asalariados, cuando viene el lobo; que busca a la perdida y la carga sobre sus hombros; que da la vida por sus ovejas. Así le pintaron los primeros cristianos en las catacumbas. Qué bien suena aquellos versos de fray Luis de León:”Pastor, que con tus silbos amorosos / me despertaste del profundo sueño. Tú que hiciste cayado de ese leño/ en que tiendes tus brazos poderosos…”
Sin embargo, el evangelio de este domingo, por boca de Juan el Bautista, nos lo presenta como Cordero: “He ahí el Cordero que quita el pecado del mundo”. ¡Pastor y Cordero! El Pastor que se hace pasto.
«Cordero» y «pecado» son dos palabras que casi no entran ya en las categorías mentales del hombre de la sociedad post-industrial, pero que los cristianos repetimos varias veces en cada una de nuestras misas. Era como una forma de profesión de fe de las primeras comunidades, que sólo desde el rico trasfondo bíblico de que está cargada nos entrega su sentido.
Diariamente, en el templo de Jerusalén, se sacrificaba un cordero para la purificación de los pecados del pueblo. Y cada año, en la Pascua, los israelitas sacrificaban corderos que, luego, comían en familia con un ritual preciso. Recordaban y actualizaban así la liberación de Egipto, cuyo signo y contraseña fue la sangre de un cordero con la que fueron untados los dinteles de las puertas de los hebreos.
El cordero evoca también la imagen del Siervo paciente de que habla Isaías, que, cargado con el pecado del pueblo, camina silencioso a dar la vida, “como cordero llevado al matadero”.
Y el vidente del Apocalipsis llora porque nadie es capaz de abrir el libro, que, sellado con siete sellos, esconde el sentido de la historia. Sus lágrimas se convierten en canto al contemplar un Cordero como degollado, pero en pie, que puede abrir el libro. Él es la cifra que descifra el sentido del mundo y de la historia, de la vida y de la muerte. Al final del mismo libro, después de haber visto desfilar por sus páginas los símbolos siniestros del hambre, la guerra, la enfermedad y la violencia, suena el canto de los redimidos proclamando que “la salvación es de Dios y del Cordero”. Y la nueva humanidad, “engalanada como una novia”, es invitada a participar en “las bodas del Cordero”. Las llagas del Crucificado, ahora resplandecientes, manifiestan que el mal no tiene la última palabra, que al final no triunfará la desgracia, sino la gracia.
La humanidad no se apacienta todavía en las “dulces praderas” del Reino de Dios, de que nos habla el salmo. La injusticia, la violencia y la opresión todavía libran su combate en el mundo. Por eso, toda época, y la nuestra también, claman por la liberación. La ciencia, la técnica y las revoluciones sociales, a pesar de sus admirables progresos, que algunos elevan al rango mítico de divinidades salvadoras, han logrado poco más que desplazar la injusticia y la opresión, dando lugar muy frecuentemente a otras más sutiles, pero no menos reales.
En esta situación la Palabra de Dios y la liturgia se atreven a proclamar con sencillez, pero con la hondura de una confesión de fe, capaz de alimentar la esperanza de una salvación plena: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».
¡Pastor y cordero! Tanto monta, monta tanto. A Lope de Vega se encendió la pluma y escribió un hermoso villancico: “Como sois lucero/ del alma mía, / al traer el día/ nacéis primero, /pastor y cordero, / sin choza y lana, / ¿dónde vais, que hace frío/ tan de mañana?”.
Quiera Dios que al escuchar el “Cordero de Dios” en cada misa, antes de la comunión, tales palabras nos enciendan a nosotros el corazón de gratitud, de compromiso y de esperanza.