+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de enero de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]asi siempre las buenas noticias nos llegan a través de otros. Otros, que, antes, han tenido la suerte de conocerlas y se ha enganchado tanto que las va contagiando. “He vista tal película, ¡una maravilla!, no dejes de verla”.Es una propaganda que, por llevar el sello de una experiencia personal, resulta más eficaz que todos los anuncios. Algo parecido sucede cuando un enfermo cuenta las maravillas curativas de determinado médico. No existe mejor publicidad. 

Juan y Andrés eran dos jóvenes y animosos discípulos de Juan el Bautista. Un buen día, el Bautista, señalando a Jesús que pasaba por allí, les dijo: “Este es el cordero de Dios”. Para cualquier buen judío, familiarizado con la tradición bíblica, aquellas palabras eran portadoras de un hondo significado.

“Los dos discípulos comprendieron aquellas palabras y empezaron a caminar tras Jesús. Él, viendo que le seguían, se volvió y les dijo: ¿Qué buscáis?”. Son las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Juan. Una pregunta que nos sigue dirigiendo hoy a cada uno: ¿Qué buscas?, ¿qué sentidos estás dando a tu vida? Hay una línea divisoria, que Jesús nunca pasa si no es invitado. Hay que responder desde dentro, salir al encuentro de esa voz que nos interroga y nos llama, hasta descubrirlo con nuestros propios ojos, hasta llegar a la experiencia del encuentro con él. Ver y, luego, conocer.

“Maestro, ¿dónde vives?”, le preguntaron. Y Jesús – Venid y lo veréis… Los discípulos oyeron sus palabras y le siguieron”. La primera condición para la génesis o la profundización en la fe es la de buscar, escuchar las preguntas a veces no formuladas que llevamos en el corazón. “La duda que es la condición para que avance la ciencia”, decía el gran Descartes. Preguntarse es condición para avanzar en la fe.

Así empezó la aventura de Juan y de Andrés. Unos hombres, libremente, habían empezado a responder que sí.

“Fueron, vieron…y se quedaron con Él. Serían como las cuatro de la tarde”. Dejaron a Juan el Bautista, que era sólo la espera y la promesa, porque habían encontrado al que era el camino, la verdad y la vida. Entonces empezaron a percatarse de que todo cambiaba. Pareciera que fueran ellos quienes buscaban a Jesús, y ahora descubren que era Él quien los buscaba. Bastó abrir la puerta para que Él entrara en su corazón, para que todo recobrara un nuevo sentido, desde la alegría a la cruz. Uno recuerda aquel texto del Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre entraré y cenaré con él… y le daré un nombre nuevo”: Son expresiones que hablan de intimidad compartida, de una nueva personalidad.

Juan el evangelista era uno de los dos que siguieron a Jesús. Cuando, muchos años después, nos lo cuente, recordará todavía la hora exacta, como se recuerda el inicio de un primer amor. ¿Qué se dijeron aquella tarde? Seguro que ellos le contaron a Jesús su vida, sus deseos, sus búsquedas, sus aspiraciones. ¿Qué les diría Jesús?

“Andrés, el otro que siguió a Jesús, encontró después a su hermano Simón y le dijo: -Hemos encontrado al Mesías, al Cristo”. Era inevitable, aunque quisiera no podía guardar sólo para él la experiencia que le había hecho feliz. El buen olor se expande. No se puede callar por mucho tiempo la alegría. La dicen los ojos, la gritan los labios, la irradia la vida. Ha descubierto lo que su pueblo venía soñando y esperando desde siglos, lo que era la aspiración secreta de su corazón joven, la búsqueda de felicidad y plenitud que, sin darse cuenta, siempre había perseguido.

¡Cuánto nos enseña este episodio evangélico para nuestro segundo año de la Misión Diocesana! El evangelio se transmite de boca a boca, de corazón a corazón por aquellos que han tenido la suerte de encontrarse con Jesús. Así actúa una Iglesia que es misionera. Pero, para eso, hay que haber tenido antes, como Juan y Andrés, la experiencia de un encuentro que llene de sentido y plenitud la propia vida.