+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de enero de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]B[/fusion_dropcap]ien sabe Dios que uno, por temperamento y por convencimiento, quisiera ser, en estos comentarios semanales, más portador de buenas noticias que aguafiestas, más profeta de buenas venturas que agorero de desventuras. Pero raro es el día que no nos llega la triste novedad de algún matrimonio roto, de demasiados matrimonios rotos. Ya sé que para los medios de comunicación no es más que un incidente normal dentro de una sociedad moderna; un incidente que, además, cuando se trata de la «gente guapa» o de un personaje importante, vende. Pero a quienes nos ha tocado, y nos sigue tocando, palpar por dentro y repetidas veces estas situaciones, tal banalidad nos suena a camelo, digan lo que digan.

Lo real es que estos hechos no se dan sin dolores profundos, sin hondas experiencias de soledad, sin la amarga frustración de ver cómo se quiebra un proyecto llamado a estructurar una vida en común. En el matrimonio se comparte, nada más y nada menos, que el ser mismo de las personas, cuerpos y almas, sufrimientos y gozos, sueños y esperanzas, y hasta la prolongación de cada uno de los esposos en el fruto común de los hijos.

Los pseudoprogres de turno quieren hacernos creer que eso de la fidelidad y la salvaguarda del amor está pasado de moda. El divorcio civil, inevitable a veces, es consecuencia del divorcio de los corazones. Luego vienen las consecuencias. La desorientación de los hijos y los malos tratos entre esposos, hoy tan aireados, tienen mucho que ver con ese divorcio previo de los corazones.

Viene todo esto a propósito del evangelio de este domingo: “Se celebraba una boda en Caná de Galilea…”. La fiesta se prolongaba, según las costumbres del tiempo, alrededor de una semana. Después de unos días, faltó el vino. Un poco de vino es lo que no puede faltar en un acontecimiento así y en una cultura mediterránea, so pena de que quede aguada la fiesta. La presencia de Jesús y la intercesión de una madre atenta salvaron la fiesta y la alegría.

Con el paso del tiempo, el amor y el gozo, como el vino de Caná, pueden ir agotándose. Todo sentimiento humano, por ser humano, tiende al agotamiento. Las nuevas generaciones identifican amor y sentimiento, pero el amor es mucho más que sentimiento. «La rutina -decía Shakespeare- es el monstruo que reduce a polvo todos nuestros sentimientos». Cuando esto acontece, los esposos ya no tienen nada que ofrecerse ni a sí mismos ni a los hijos, si no es la frialdad recíproca y la amargura de la desilusión. El hogar, al que habían venido para calentarse, se va apagando y, unos y otros, tienen que ir a buscar otro fuego, fuera de la casa, para calentar el corazón con un poco de afecto.

El remedio en Caná vino por haber invitado a Jesús y a su madre a la boda. Siempre se puede recurrir a Él cuando se siente apagar el entusiasmo, el atractivo físico o la novedad del amor. El puede transformar el agua de la rutina en vino nuevo, en un nuevo amor, seguramente no tan efervescente como el de la luna de miel, pero seguro que más hondo y duradero, hecho de comprensión y aceptación mutua, incluso de perdón.

Benedicto XVI en su primera encíclica “Dios es amor” distinguía entre eros y agapé. El eros busca la posesión y el deleite; generalmente tiene como objetivo, más que a la persona misma, los atractivos que ofrece la persona. El agapé está hecho de donación, de gratuidad, de aceptación del otro por sí mismo, sin reducirlo a puro objeto de deseo. El agapé no excluye el eros, pero lo ancla en el amor mismo de Dios y, por eso, es capaz de superar hasta la pérdida de la belleza y de la juventud. En nuestra sociedad hedonista seguramente andamos tan sobrados de eros como faltos de ágape.

Invitar a Jesús a la boda significa reconocer que el matrimonio no es un asunto privado, en que lo religioso interviene sólo para dar a la boda un poco de lustre externo a base de música de órgano, de flores o de alfombras, sino una vocación, una llamada a realizar de manera cristiana la vida y el destino compartidos.

La palabra cónyuge está emparentada con la palabra yugo. Algunos piensan que el matrimonio cristiano es un yugo demasiado pesado para los tiempos que corren. Pero los hechos demuestran que lo que realmente resulta insoportable es el matrimonio basado sólo en el eros, en el placer, el atractivo físico o el interés. Tan pesado que difícilmente se aguanta más de unos pocos años. Jesús nos asegura que «su yugo es llevadero y su carga ligera». ¿No es eso lo que atestiguan miles de matrimonios felices?