+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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19 de enero de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]orprende que Jesús eligiera el ambiente festivo de una boda para el inicio de “sus signos y la manifestación de su gloria”. Los “signos” son portadores de un significado que va más allá de lo que dejan ver. Enseguida sospecha uno que lo de la boda y la conversión del agua en vino apuntan más allá. San Agustin, que era un experto en el cuarto evangelio, nos pone en pista: “Sospecho, decía a sus fieles, que no sin razón interviene el Señor en una fiesta de bodas. Aparte del milagro, el contexto mismo oculta algún misterio. Golpeemos a la puerta para que el Señor nos abra y nos embriague del vino invisible”.
El hecho de la boda, meditado durante muchos años se convierte para el teólogo Juan en ocasión de una catequesis. A nosotros, pues, se nos pide superar lo anecdótico para entrar en la interpretación “simbólica” profunda del signo, que, como apuntaba antes, esconde una significación.
Para acceder al misterio de Caná hay que hacerlo con la razón y con la fe. La razón se pregunta por qué se cita expresamente al esposo y, en cambio, se silencia a la esposa. La fe responde recurriendo a una bella antífona de origen oriental que superpone tres epifanías del Mesías: la llegada de los Magos, el bautismo de Jesús, el signo de Caná: “Hoy la Iglesia, lavada de la culpa en el Jordán, se une a Cristo su esposo, acuden los Magos con sus regalos a la boda real, y el agua convertida en vino alegra la mesa”. No se trata de un recurso puramente poético que se permite juntar tres hechos aparentemente diversos. A través de la fe, la liturgia penetra en la dimensión interior de los tres acontecimientos y los reúne entorno a lo que es tema central de la revelación: el amor esponsal de Cristo por la Iglesia, su esposa. A esta Iglesia pobre y pecadora, hay que aprender a mirarla con los ojos enamorados de Cristo-esposo. Ella, deposada con Cristo, prolonga la misión de la Virgen Madre dando a luz nuevos hijos.
Antes del Concilio, la imagen paulina de “cuerpo de Cristo” era la prevalente para hablar de la Iglesia. El concilio actualizó la también imagen bíblica de la Iglesia como pueblo de Dios. A raíz del concilio la eclesiología volvió a utilizar la imagen de la Iglesia como esposa de Cristo. Tres imágenes, todas inspiradas, necesarias para balbucear algunas dimensiones de la admirable belleza del misterio de Cristo y de la Iglesia. La imagen de “pueblo de Dios” resalta la dimensión histórica, visible y peregrinante. La de “cuerpo de Cristo” manifiesta la unión profunda entre Cristo y la Iglesia, la de los miembros de la Iglesia entre sí y la capitalidad del Señor. La de la “esposa de Cristo”, a la vez que manifiesta la innegable distinción entre Cristo y la Iglesia -pues no es una unión hipostática como la que se da entre la divinidad y la humanidad en la persona del Hijo-, habla de una unión interpersonal, la de un esposo y una esposa frente a frente. Incluso la imagen de la Iglesia como cuerpo de Cristo encuentra aquí su expresión más perfecta: “serán los dos una sola carne”. Es ésta una imagen presente en la carta a los Efesios. “Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son” (5, 25-29).
(Lo de esposa no hay que leerlo ideológicamente. Representa aquí indistintamente tanto al hombre como a la mujer. Toda alma -masculina o femenina – ha de ser considerada, en la perspectiva de la fe, como esposa de Cristo).
“Mujer, todavía no ha llegado mi hora”. La alianza entre Cristo y la Iglesia-esposa se consumaría en la hora de la cruz, sellada con el vino de la nueva alianza que es la sangre de Cristo.
Podríamos preguntarnos cómo miramos nosotros a esta Iglesia-esposa que es nuestra Madre: ¿La miramos con los ojos enamorados de su Esposo?, ¿con ojos enamorados de hijos fieles? Es verdad que los hijos de la Iglesia somos pecadores: ¿quién se atrevería a tirar la primera? A Lutero, que echaba en cara a Erasmo su permanencia en la Iglesia, tan corrupta entonces, le respondía éste: “Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que llegue a ser mejor, lo mismo que ella me soporta a mí con la esperanza de que también yo llegue a ser mejor”.
Y Henry de Lubac, uno de los más grandes teólogos del siglo XX, que sufrió graves incomprensiones por parte de la autoridad de la Iglesia, escribía en los años sesenta, en un momento de fuerte contestación eclesial: “Ahora, contemplando la faz humillada de mi Madre, la amaré doblemente. El amor me hará descubrir en ella, con toda verdad, la fuerza desconocida y la actividad silenciosa que le dan una perpetua juventud”.