+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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11 de abril de 2015

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Estamos en el tiempo pascual. La Pascua es como un grito de que hay lugar para la esperanza, esperanza para los vivos y para los muertos.

Nuestra vida, la de todo hombre o mujer, está marcada estructuralmente por una espera. Es verdad que esa espera que habita en el corazón de lo humano flaquea muchas veces y casi se apaga en otras, decepcionada por las falsas promesas que le vendieron a precio de saldo.

He vuelto a repasar, a este respecto, las memorias de Stefan Zweig, ese escritor excelso que llegó a sentirse como “arrojado al vacío”, “despojado de todas las raíces”, testigo privilegiado de una época en que, a la vez que la ciencia y la técnica alcanzaban cotas casi divinas, la humanidad caía a niveles diabólicos. Vale la pena recurrir a sus palabras: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución, el hambre, el terror, las epidemias: he visto nacer y expandirse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia… Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de antihumanidad. Después de siglos, nos estaban reservadas de nuevo guerras, campos de concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no conozcan las futuras”. En esos niveles de violencia embarcaron a la humanidad las utopías del siglo XX, que tanto prometían.

¿Qué es lo que realmente queremos?, se preguntaba el Papa Benedicto en su preciosa carta apostólica “Spe salvi” (Salvados en esperanza). En el fondo todo hombre es un buscador de la felicidad, de la vida bienaventurada. Deseamos una vida tan verdadera que nos garantice que la muerte no tendrá la última palabra, a lo más la penúltima; una vida que nos asegure que nada importante de lo que amamos se perderá definitivamente. Soñamos con una esperanza cuyo contenido siempre va más allá de cuanto podemos alcanzar y construir con nuestras propias fuerzas.

El Papa Benedicto se atreve a responder que sólo Dios es el fundamento de la esperanza. Pero no cualquier Dios, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Podemos esperar las realidades futuras a partir de un presente ya dado en Cristo muerto y resucitado.

Lo que la esperanza cristiana promete, pues, ha empezado ya, no en una idea sobre la vida y el mundo, sino en Cristo, cuyo encuentro, cuando es verdadero, es capaz de cambiar la vida de quienes lo acogen con verdad y libertad. Ha empezado, y puede verificarse, no en una utopía voluntarista, sino que se ofrece a la confianza del hombre a partir de un presente verificable, cuyo rasgo fundamental es el amor: allí donde se vive una real experiencia de comunión cristiana.

Lo anterior no quiere decir que allí donde haya una verdadera comunidad cristiana se haya alcanzado ya la meta y las promesas de la esperanza. El Papa recurre a una preciosa cita de san Bernardo de Claraval para explicar que el monasterio (la comunión de vida de los monjes que se proyecta en el trabajo) no puede identificarse con el Paraíso (la realización plena de la esperanza cristiana). Es, más bien, “lugar de labranza práctica y espiritual, que debe preparar el nuevo Paraíso». Eso intentamos ser.

La sustitución de la esperanza cristiana por la fe en el progreso, bien sea concebido como triunfo imparable de la ciencia, bien como construcción política o ideológica, no parece producir los frutos esperados. Ahí está la experiencia histórica. Con esto, ni se pretende descalificar el progreso, ni la ciencia, ni la acción política. Sólo se pretende afirmar lo que decía un eminente comentarista de la “Spe salvi”: “Cuando (a la ciencia, a la política…) les domina esa pretensión desmesurada, se pierde su nobleza constitutiva y con frecuencia se transforman en instrumento de violencia y dominación de aquellos mismos a los que pretendían servir”.

Nuestro mundo, sigue diciendo el comentarista, está sediento de esperanza, lo está cada hombre y mujer, cansados de las frustraciones y de los fracasos de su historia personal y colectiva. El noble empeño de construir un mundo mejor se transforma en fatiga insuperable, en escepticismo salvaje o en fanatismo violento, si no está abrazado por la cer­teza del futuro que nace de un Amor que ya está presente. Sólo esa esperanza que nace del encuentro con el Dios que se ha encarnado, que ha padecido y que ha resucitado de la muerte, nos da el valor de apostar nuevamente por el bien, a pesar de todos nuestros fra­casos y cansancios. Nos da también valor e inteligencia para construir, conscientes de la imperfección de todas las obras humanas, y nos permite caminar juntos a pesar de las semillas de división que amenazan siempre la unidad”.

El tiempo pascual es oportuno para redescubrir las raíces de nuestra esperanza.