+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

29 de marzo de 2008

|

82

Visitas: 82

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os discípulos, tras el trauma del Viernes Santo, se encontraban hundidos, rumiando el fracaso de ver derrumbados los sueños y esperanzas depositados en Jesús. A pesar de todo seguían reunidos, pensando seguramente volver a Galilea. Jerusalén era un lugar peligroso para quienes habían seguido al crucificado. De repente se presentó Jesús en medio de ellos con un saludo de paz. Les mostró las manos y el costado, y los discípulos, que no se lo podían creer, se llenaron de alegría, dice el Evangelio. Sólo faltaba Tomás, que, cuando se lo contaron, se negaba a creer hasta que no metiera sus dedos en las llagas del Crucificado.

A los ocho días volvió a mostrarse Jesús. Allí estaba ahora Tomás el incrédulo, que tras una semana de ausencia había vuelto al grupo. La vuelta al grupo le permitió el reencuentro con el Resucitado, y que nos dejara la más concisa y bella profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”.

La ubicación de los encuentros con el Resucitado en el día primero de la semana, el domingo, nos manifiesta que éste obedece a una tradición apostólica. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos describe de manera sumaria, pero cercana, cómo eran y qué eficacia tenían los encuentros dominicales de la primera comunidad cristiana nacida de la Pascua: “Eran asiduos en la enseñanza de los Apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las plegarias”.

Cuando leemos estos textos referentes a los orígenes de la Iglesia uno no puede por menos de sentir cierta nostalgia, como si afloraran en nosotros adultos recuerdos de una primera infancia feliz. Es cierto que aquellas reuniones no han dejado de celebrarse. Prosiguen en nuestras asambleas dominicales, cada ocho días, como un semanal aniversario de la Resurrección.

Hay que recuperar el sentido religioso del Domingo, convertido hoy en día del deporte, del éxodo de la ciudad al campo… y, para muchos jóvenes, el día de dormir la resaca de un fin de semana de movida y de insomnio. Cuando se abandona la práctica dominical – la escucha de la Palabra, que es luz para nuestra vida, la participación en Eucaristía, memorial de la Pascua, el encuentro con la comunidad de la que somos miembros- insensiblemente va deteriorándose lo que constituye y alimenta la identidad cristiana. Nos convertimos en cristianos ocasionales, para acabar, más tarde o más temprano, en cristiano puramente nominales.

El Domingo puede ser el día del deporte, de la salida al campo, de la diversión y la fiesta, pero ¿por qué no también el día de la familia y el memorial de la Pascua? ¿Por qué tiene que dejar de ser el día de la comunidad cristiana? El hecho de que la fiesta litúrgica empiece en la víspera ofrece nuevas facilidades. El Papa y los Obispos hemos recordado reiteradamente el sentido del Domingo y el precepto dominical, una tradición que arranca del mismo Jesús, de la práctica de los Apóstoles y de la primitiva comunidad cristiana.

El cuadro externo es el mismo. También nosotros nos reunimos el primer día después del sábado para escuchar las enseñanzas de los Apóstoles transmitidas en el Evangelio y en sus cartas pastorales, para la fracción del pan y las plegarias…

Sin embargo algo nos falta, algo que no realizamos, al menos ordinariamente: el amor fraterno y la alegría. Ellos “lo tenían todo en común”, el corazón y el alma, las necesidades y los bienes.

Porque constituían una verdadera comunidad fraterna vivían la alegría: “Estáis repletos de alegría…”, constata Pedro con complacencia de pastor en uno de los textos de estos domingos. La comunión fraterna y la alegría eran signos inequívocos de la presencia del Resucitado entre “los regenerados a una esperanza viva”.

Porque era una asamblea viva salían tonificados para emprender las fatigas cotidianas. La impresión que suscitaban al volver a la calle, después de sus reuniones, nos la refiere Tertuliano: “Mirad cómo se aman”, comentaban los paganos.

Parte de culpa puede estar en el modo mismo de organización de nuestras asambleas, quizá: demasiado frías y anónimas, faltas de vivencia, belleza y espontaneidad. Necesitamos cambiar también quienes las formamos, saliendo de nuestro individualismo para abrirnos a los otros, sintiéndonos con un solo corazón y una sola alma, más solidarios y fraternos.

Empecemos haciendo, ya desde ahora, lo que podamos. No tengamos miedo a abrir los labios y levantar los brazos para decir juntos el Padrenuestro. En vez de prisa, tengamos el sosiego de quien se encuentra en una reunión familiar. Que los débiles, los ancianos o la mamá con un niño en brazo tengan la preferencia. Regalemos sonrisas y extendamos bien la mano al dar la paz, como si abrazáramos con nuestro gesto no sólo a quien ha caído ocasionalmente a nuestro lado, sino a todos los que nos acompañan. Y, luego, vayamos extendiendo este abrazo a quienes hemos dejado en casa o a quienes mañana encontraremos en nuestro trabajo. Seguro que así vuelve a repetirse la experiencia de los discípulos, incluso la de Tomás el incrédulo, la experiencia de sentir la cercanía del Resucitado en medio de la comunidad.