+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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18 de abril de 2009
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«El primer día de la semana, estando reunidos los discípulos en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús se presentó en medio y les dijo: `La paz con vosotros’. A continuación les mostró las manos y el costado”.
Los discípulos habían apurado hasta el fondo el cáliz del fracaso. Habían visto a Jesús expirar en la cruz. Una losa, más grande y pesada que la del sepulcro, había caído sobre ellos. Aparentemente todo había acabado. Allí quedaban enterradas todas las esperanzas depositadas en el joven profeta galileo por el que lo habían dejado todo.
Ahora cuando aparece Jesús resucitado no se lo pueden creer. Tiene que mostrarles las marcas de los clavos y la llaga de su costado, resplandecientes ahora como rayos de sol. Y la tristeza se convirtió en alegría «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor», dice el evangelista Juan, que nos cuenta la escena.
Así debe ser nuestra alegría pascual. Y qué hermoso lo que sigue, qué prueba de confianza: «Alentó sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Como el Padre me envió, yo os envío». Es admirable ver que a unos pobres hombres, que le habían abandonado y negado, hacía tan poco tiempo, les encargue prolongar su misión, ser ahora sus labios, sus manos, su rostro.
Tomás no estaba en el grupo cuando vino el Señor. Sólo llegó a tiempo de presenciar el entusiasmo y el gozo de sus compañeros. Es posible que hasta le molestara ver lo pronto que aquellos, tan cobardes y mezquinos, se había aupado al carro del triunfo. El necesita ver las llagas que habían preparado y merecido aquel triunfo, si es que era verdad que el crucificado había resucitado.
A los ocho días se presentó de nuevo Jesús estando ya Tomás presente. Y ya conocéis lo que pasó. Tomás nos ha dejado una preciosa confesión de fe, y, junto a ella, la última bienaventuranza del Evangelio: «¡Dichosos los que crean sin haber visto!».
Gracias a Tomas hemos visto con más claridad que no hay salvación sin llagas, que el camino del dolor es fecundo y redentor, que no hay resurrección sin muerte. Que son las heridas de Jesús las que nos llevan a reconocerle como Señor de nuestra vida. Que ni Jesús ni su Iglesia pertenecen al grupo de los fáciles triunfadores. Que serán creídos en la medida en que puedan presentar sus cicatrices, que son la garantía de la fidelidad.
Y no es por azar que el evangelista sitúe ambos hechos en el domingo, el primer día de la semana. El hecho de que Jesús «venga» durante el encuentro semanal nos hace entender que la fe no es asunto estrictamente «personal», o «individual». La presencia del Resucitado es «experimentada», «sentida» cuando estaban «juntos», «reunidos», «en Iglesia». El evangelista está recalcando la importancia del encuentro dominical, una costumbre que procede del tiempo mismo de los apóstoles.
Cuando Juan escribe su evangelio ya habían empezado las persecuciones y también las defecciones de los que, por miedo, abandonaban la fe y la comunidad. Y sin embargo, cada domingo, misteriosamente, Cristo se deslizaba entre los suyos, donde estuvieran, en Efeso, en Corinto, en Jerusalén o en Roma. Cada domingo era Pascua. Y allí estaba Jesús, en el corazón de sus vidas, dándoles fuerza para vivir y afrontar los peligros. Reconocían y actualizaban su presencia en la » fracción del pan». Y se llenaban de alegría, se fortalecía su esperanza y se renovaba su corazón, se sentían enviados en medio de un mundo frecuentemente hostil, portadores de la misma misión de Jesús para renovar la creación.
Juan Pablo II nos recordó reiteradamente la importancia de la eucaristía dominical. Cuando ésta se abandona, la experiencia del Señor se oscurece, el sentido comunitario de la fe y la pertenencia eclesial se diluyen. Se debilita la identidad cristiana.