+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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26 de abril de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stamos por lo general dominados por todo lo que nos llega a través de los sentidos. La vida es una trama de mensajes sensibles. Dicen, por eso, que para mucha gente lo que no sale en la Tele no existe. Para muchos sólo existe lo medible y lo cuantificable. El Principito decía que las cosas más importantes sólo se ven con el corazón.
Tomás es un personaje interesante. Uno no sabe si tratarle de solitario, de pesimista o de racionalista e incrédulo. Quizá fue las tres cosas a la vez, como tanta gente. Al final será sólo Tomás el creyente.
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús”. Le vemos como un hombre que ha empezado a vivir su fe o su oscuridad en solitario, por libre. La fe, la vocación, el seguimiento, es verdad, son en último término una decisión personal; Dios no nos ama en abstracto sino en nuestra propia individualidad. Eso es una cosa, pero otra muy diversa es el individualismo, que tan poco le gustaba a Jesús.
Hemos vivido en nuestra Iglesia épocas de excesivo individualismo: “mi misa”, “mis devociones”, hasta “mis pobres”. Hoy, gracias Dios, aunque nos quede mucho camino por andar, apostamos con fuerza por lo comunitario. Mucho ha tenido que ver en ello el Concilio Vaticano II, en el que una de las palabras claves fue la de “comunión”. Dios mismo no es soledad, sino familia trinitaria, misterio de amor y de comunión en sí mismo. Y misterio de comunión es la Iglesia.
Pero volvamos a Tomás, en el que otros han visto un redomado pesimista. ¿Por qué se había alejado del grupo? ¿Fue consecuencia de la decepción, de la desilusión? Había puestos tantas esperanza en el profeta galileo, le había visto realizar tales signos; su anuncio del Reino despertó tantas esperanzas en el corazón de los pobres y en el mismo corazón de Tomás que ahora, tras el trauma del Calvario, siente como si el mundo se hubiera derrumbado a su pies, como si ya nada tuviera sentido. “Nosotros esperábamos…”, decían los dos que caminaban a Emaús, también en retirada, mientras caía la tarde. Había sido aquello un golpe tan duro que, como todos los pesimistas, pensaba que allí ya no había nada que hacer.
¿Quién no se ha encontrado alguna vez en una situación parecida a la de Tomás? Recuerdo de mis años jóvenes aquella mujer de la parroquia, que había sido tan religiosa, pero que llevaba veinte años sin querer oír hablar de Dios ni de la Virgen, porque había perdido una hija en plena juventud. El hecho de mentarle yo discretamente a la Virgen provocó en ella un estampido tal de ira… Creo que nunca hasta entonces me había visto en una situación tan embarazosa. De nada valían mis súplicas de perdón, mis manifestaciones de respeto a su conciencia herida. Pero aquel estampido la desbloqueó; la ira se fue trasformando en un llanto cada vez más dulce, hasta acabar besando con inmenso cariño mis manos, con una preciosa confesión de fe, como Tomás. “Creo que llevaba años esperando esta hora…”, me decía.
Pero quizás de lo que más hemos tachado a Tomas haya sido de incrédulo. Todos le hemos bautizado alguna vez como el incrédulo, el racionalista, el prototipo de los empiristas pragmáticos.
Los compañeros, exultantes de gozo, le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero a Tomás hasta le molestaba comprobar lo pronto que su compañeros se habían subido al carro de la ilusión. Él ni siquiera se fiaba de la vista, que a veces nos hace ver espejismos, o que, en momentos de delirios, nos hace ver fantasmas. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en la llaga de su costado, no creeré”.
“Ocho días después, estaban los discípulos dentro, y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando cerradas las puertas, y dijo: Paz a vosotros. Luego dice a Tomás: -Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”.
Siempre en el día octavo, el día de la resurrección, el domingo, que es desde el tiempo apostólico el día del encuentro de la comunidad cristiana. La fe sólo se vive y crece en comunidad. Cuando nos desenganchamos, nos pasa lo que al bueno de Tomás, no vemos al Señor y quedamos presos de nuestros prejuicios.
Tomás, el racionalista acérrimo, acaba haciendo un acto precioso de fe: “Señor mío y Dios mío”: Es una bellísima oración para todos aquellos que caminan con sus dudas a cuestas o para los momento oscuros en que parece que Dios no significa nada en nuestra vida tan materialista.
“Porque has visto has creído. Dichos los que no han visto y han creído”. Es la última bienaventuranza del evangelio. Ahora tendremos que descubrir a Jesús con otros ojos, los de la fe. Y cuando no veamos será bueno preguntarnos no sólo donde esta Dios, sino dónde estamos nosotros.