+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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2 de enero de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l domingo II del tiempo de Navidad nos ofrece de nuevo la lectura del prólogo del Evangelio de San Juan, que ya escuchamos en la tercera misa del día de Navidad. Es una invitación a seguir contemplando el misterio el Hijo de Dios hecho hombre.

Después de haber escuchado en estos días pasados los textos evangélicos que nos presentaban al recién nacido en el pesebre, a María, a José y a los pastores iluminados con la luz cálida que brota del pesebre, como si contempláramos alguno de nuestros “belenes” barrocos, hoy la liturgia abandona el tono narrativo para preguntarse quién es realmente este Niño.

En el credo de la misa confesamos la preexistencia del Verbo, la Palabra, “el Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero…. de la misma naturaleza del Padre”. Es la fe de la Iglesia proclamada solemnemente en el concilio de Nicea. Una fe que se funda, muy en concreto, en el prólogo del evangelio de Juan.

El segundo movimiento del credo coincide también con el segundo movimiento del Prólogo: “El Verbo, la Palabra, se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”.

Jesús no es sólo el Dios con nosotros; es también el Dios por nosotros. Con el nacimiento de Jesús, Dios no sólo nos ha dado su Palabra, no sólo se nos ha dicho, haciendo la exégesis de si mismo, nos ha dado su Vida, la que nos hace hijos de Dios. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”. En Navidad no sólo celebramos el nacimiento de Jesús, sino también nuestro propio nacimiento.

El hijo de Dios al encarnarse se ha identificado con el hombre, ha hecho de todo hombre, especialmente del pobre, del desvalido, del inmigrante, del encarcelado sacramento de su presencia.

Buena parte del pensamiento de los siglos siglo XIX y XX presentó a Dios como rival del hombre, hasta el punto de que la muerte de Dios era condición ineludible para que el hombre adquiriera su auténtica estatura de único dios de este mundo. Pues ya vemos: El niño de la Navidad es el Dios que sin dejar de serlo, se rebaja hasta la condición humana, asume la estatura de los pobres más pobres, se entrega hasta la muerte para dar vida al hombre, para levantarlo hasta la inimaginable dignidad de hijo de Dios.

Se ha dicho que sólo se puede creer en el misterio de la Navidad cuando, tras el asombro, hemos sido capaces de superar el escándalo. “Dichoso aquél que no se escandalice de mí” – decía Jesús. El escándalo depende del hecho de que aquel al que Juan proclama como “Dios”, es el niño del pesebre, el que más tarde recorrería los caminos y aldeas de Galilea, del que decían los judíos. “éste sabemos de dónde es” (Jn. 7,27), alguien que va a morir en una cruz.

El contraste entre la universalidad del Logos y la contingencia del hombre Jesús de Nazaret aparecía sumamente estridente incluso para la mentalidad filosófica del tiempo. « ¿Hijo de Dios –exclamaba despectivamente el filósofo pagano Celso—un hombre que ha vivido hace pocos años?, ¿uno de ayer o anteayer, un hombre nacido en una aldea de Judea de una pobre hilandera»?

En su “Introducción al cristianismo”, el teólogo Ratzinger, actual Sumo Pontífice, encaraba el problema sin paños calientes: «Con el segundo artículo del Credo estamos ante el auténtico escándalo del cristianismo. Está constituido por la confesión de que el hombre-Jesús, un individuo ajusticiado hacia el año 30 en Palestina, sea el “Cristo de Dios”, es más, nada menos que el Hijo mismo de Dios, por lo tanto centro focal, el punto de apoyo determinante de toda la historia humana… ¿Nos es verdaderamente lícito agarrarnos al frágil tallo de un solo evento histórico? ¿Podemos correr el riesgo de confiar toda nuestra existencia, más aún, toda la historia, a esta brizna de paja de un acontecimiento cualquiera, que flota en el infinito océano de la vicisitud cósmica?»

La posibilidad del escándalo debió ser especialmente fuerte para un judío como el autor del cuarto evangelio, educado en el más estricto monoteísmo. Y sin embargo Juan hace de la divinidad de Cristo y de su encarnación el objetivo primario, la trama y la urdimbre de todo su evangelio, anunciando a Cristo como supremo don del Padre al mundo, dejando a cada uno libre de acogerle o no.

Juan concluye su Evangelio así: «Estas [señales] han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Y cierra su primera carta casi con las mismas palabras: «Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna» (1Jn 5,13).