+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de enero de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]asta ahora, como si contempláramos uno de nuestros “belenes” barrocos, hemos visto en torno al pesebre a María, a José, a los pastores, todos con los rostros iluminados por la luz cálida que brota del pesebre. Hemos escuchado el anuncio de los ángeles.

La liturgia de la misa de este domingo vuelve a echar mano del evangelista Juan. Los textos abandonan el tono narrativo, no cuentan el hecho y los detalles del nacimiento. Es como si la cámara se detuviera, ofreciendo ahora un primer plano del niño del pesebre, como si nos invitara a preguntarnos: ¿Quién es realmente este niño?

En el credo de la misa confesamos que el niño del pesebre es el Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho”. Es la fe de la Iglesia fundada en la revelación y, muy en concreto, en el prólogo del evangelio de Juan que hoy se proclama, al igual que en la tercera misa de la Navidad.

Pero la liturgia no se para en la contemplación del Verbo, nos invita a contemplar quién es Jesús para nosotros: Y Juan nos seguirá diciendo “La Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”. Es el segundo movimiento del Credo: “Por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó por obra del Espíritu Santo y se hizo hombre en las entrañas de la Virgen María”.

Jesús no es sólo el Emmanuel, el Dios con nosotros; es también el Dios por nosotros. Con el nacimiento de Jesús, Dios no sólo nos ha dado su Palabra, no sólo se nos ha dicho, haciendo la exégesis de sí mismo, nos ha dado su Vida, la que nos hace hijos de Dios. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”. En Navidad no sólo celebramos el nacimiento de Jesús, sino también nuestro propio nacimiento.

Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres” – dirá San Pablo a su discípulo Tito. Nadie está excluido del gozo de la Noche Buena, ni siquiera el pecador. A todos nos acoge Jesús, a todos y a cada uno les da la posibilidad de hacerse hijo de Dios, independientemente de la edad o los méritos, sólo depende de la fe.

Buena parte del pensamiento de los siglos siglo XIX y XX presentó a Dios como rival del hombre, hasta el punto de que la muerte de Dios era condición ineludible para que el hombre adquiriera su auténtica estatura de único dios de este mundo. Pues ya ven: El Dios que se revela en Navidad no es el inquilino usurpador del piso de arriba, que nos impide subir a la terraza. Es el Dios que sin dejar de serlo, se rebaja hasta la condición humana, asume la estatura de los pobres más pobres, se entrega hasta la muerte para dar vida al hombre, para levantarlo hasta la inimaginable dignidad de hijo de Dios: «Hombre perfecto, Dios soberano, / Divino el hombre, Dios humanado/ Ay, Dios, qué abrazo»- dice bellamente un poeta actual.

Se ha dicho que sólo se puede creer en el misterio de la Navidad cuando, tras el asombro, hemos sido capaces de superar el escándalo de que aquel al que Juan proclama como “Dios” es el niño del pesebre, el que más tarde recorrería los caminos y aldeas de Galilea, del que decían los judíos: “Éste sabemos de dónde es” (Jn. 7,27), alguien que acabaría muriendo en una cruz.Era escandaloso para la mentalidad filosófica del tiempo. «¿Hijo de Dios -exclamaba despectivamente Celso- un hombre que ha vivido hace pocos años? ¿Uno de ayer o anteayer?», ¿un hombre «nacido en una aldea de Judea, de una pobre hilandera»?

En su “Introducción al cristianismo”, el entonces teólogo Ratzinger encaraba el problema sin paños calientes: «Con el segundo artículo del Credo estamos ante el auténtico escándalo del cristianismo. Está constituido por la confesión de que el hombre-Jesús, un individuo ajusticiado hacia el año 30 en Palestina, sea el “Cristo de Dios”, es más, nada menos que el Hijo mismo de Dios, por lo tanto centro focal, el punto de apoyo determinante de toda la historia humana… ¿Nos es verdaderamente lícito agarrarnos al frágil tallo de un solo evento histórico? ¿Podemos correr el riesgo de confiar toda nuestra existencia, más aún, toda la historia, a esta brizna de paja de un acontecimiento cualquiera, que flota en el infinito océano de la vicisitud cósmica?»

La posibilidad del escándalo debía ser especialmente fuerte para un judío como el autor del cuarto Evangelio, educado en el más estricto monoteísmo; acostumbrado a pensar en Dios como el tres veces Santo, aquél a quien no se puede ver y quedar con vida. Y, sin embargo, Juan hizo de la divinidad del niño del pesebre el objetivo primario, la trama y la urdimbre, el tema que unifica todo su Evangelio, que concluye así:  «Estas [señales] han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Y cierra su primera carta casi con las mismas palabras: «Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna» (1Jn 5,13).