+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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2 de enero de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ay, cuadros, pinturas excelsas, que hay que contemplarlas una y otra vez, para que, poco a poco, nos vayan entregando toda la belleza que esconden. Eso nos pasa, con mayor motivo, con el misterio de la Navidad. 

Los textos de la Navidad nos han presentado a Jesús Niño recién nacido en el pesebre, bajo la mirada absorta de María y José. Hemos visto a los pastores iluminados por la luz cálida que inundaba la gruta. Ha sido como contemplar alguno de nuestros belenes barrocos. Y seguro que, como si se tratara de una película, nos hemos recreado en algún primer plano del Niño, de María

El poeta Luis Rosales, con la licencia que la poesía otorga a los poetas, se imagina al ángel de la guarda del Niño que regresa al cielo para informar de cómo han transcurrido las cosas por Belén. El bueno del ángel es pesimista, lo ve todo negro. Cuando Dios, al fin, le pregunta por el Niño, responde: “¿El Niño? -“Señor, el Niño / ya empieza a mortalecerse/ y está temblando en la cuna/ como junco en la corriente”. Con el neologismo “mortalecerse” ve al niño mortal, tejido de limitaciones y miserias como nosotros.

Pero hoy, como en la tercera misa del día de Navidad, la liturgia abandona el tono narrativo, para volver a preguntarse quién es realmente ese Niño.

En el credo de la misa confesamos la preexistencia del Verbo, la Palabra, “el Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero…. de la misma naturaleza del Padre”. Es la fe de la Iglesia proclamada solemnemente en el concilio de Nicea. Una fe que se funda en el prólogo del evangelio de Juan, que hoy se proclama, y que en un segundo movimiento afirma: “El Verbo, la Palabra, se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”.

EnJesús, el recién nacido, se esconde no sólo el Dios con nosotros, es también el Dios por nosotros: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”. En Navidad no sólo celebramos el nacimiento de Jesús, sino también nuestro propio nacimiento.

El pensamiento ateo de los siglos XIX y XX presentó a Dios como rival del hombre, hasta el punto de que la muerte de Dios era condición ineludible para que el hombre adquiriera su auténtica estatura de único dios de este mundo. Pues ya vemos: El Dios de la Navidad no es el rival del hombre, sino el Dios que sin dejar de serlo, se rebaja hasta la condición humana, asume la estatura de los pobres más pobres, se entrega hasta la muerte para dar vida al hombre, para levantarlo hasta la inimaginable dignidad de hijo de Dios.

Sólo se puede creer en el misterio de la Navidad cuando, tras el asombro, somos capaces de superar el escándalo: “Dichoso aquél que no se escandalice de mí” – decía Jesús. El escándalo depende del hecho de que aquel al que Juan proclama como “Dios “, es el niño del pesebre, el que más tarde recorrería los caminos y aldeas de Galilea hasta acabar en la cruz.

En su “Introducción al cristianismo”, el teólogo Ratzinger, luego Papa, encaraba el problema sin paños calientes: «Con el segundo artículo del Credo estamos ante el auténtico escándalo del cristianismo. Está constituido por la confesión de que el hombre-Jesús, un individuo ajusticiado hacia el año 30 en Palestina, sea el “Cristo de Dios”, es más, nada menos que el Hijo mismo de Dios, por lo tanto centro focal, el punto de apoyo determinante de toda la historia humana… ¿Podemos correr el riesgo de confiar toda nuestra existencia, más aún, toda la historia, a esta brizna de paja de un acontecimiento cualquiera, que flota en el infinito océano de la vicisitud cósmica?».          

La posibilidad del escándalo debió ser especialmente fuerte para un judío como el autor del cuarto evangelio, educado en el más estricto monoteísmo. Y sin embargo, Juan hace de la divinidad de Cristo y de su encarnación el objetivo primario, la trama y la urdimbre de todo su evangelio, anunciando a Cristo como supremo don del Padre al mundo, dejando a cada uno libre de acogerlo o no. Concluye su Evangelio así: «Estas [señales] han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Y cierra su primera carta casi con las mismas palabras: «Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna» (1 Jn 5,13).