+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de enero de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a liturgia de este domingo nos trae de nuevo en la lectura del Evangelio el prólogo del de san Juan. Es una nueva invitación a la alegría y al asombro. Porque sólo quien es capaz de asombrarse ante el misterio de la Navidad ha empezado a entender lo que los cristianos celebramos este día. ¿No resulta escandaloso que aquel que empezó siendo un humilde embrión en las entrañas de María; que aquel que, nueve meses más tarde, fue dado a luz y recostado en un pesebre sea el Hijo de Dios?
Ello resultaba tan estridente ya en los primeros tiempos del cristianismo que el filósofo pagano Celso se preguntaba con ironía: « ¿Hijo de Dios un hombre que ha vivido hace pocos años? ¿Uno de ayer o anteayer?, ¿un hombre «nacido en una aldea de Judea, de una pobre hilandera»? (Una tal reacción, dicho sea de paso, es la prueba más evidente de que la fe en la divinidad de Cristo no es fruto de la helenización del cristianismo, sino, en todo caso, de la cristianización del helenismo).
Hace años, el teólogo Ratzinger, en su Introducción al Cristianismo, escribía a este respecto: «Con el segundo artículo del Credo estamos ante el auténtico escándalo del cristianismo. Está constituido por la confesión de que el hombre-Jesús, un individuo ajusticiado hacia el año 30 en Palestina, sea el “Cristo” (el ungido, el elegido) de Dios, es más, nada menos que el Hijo mismo de Dios, por lo tanto centro focal, el punto de apoyo determinante de toda la historia humana… ¿Nos es verdaderamente lícito agarrarnos al frágil tallo de un solo evento histórico? ¿Podemos correr el riesgo de confiar toda nuestra existencia, más aún, toda la historia, a esta brizna de paja de un acontecimiento cualquiera, que flota en el infinito océano de la vicisitud cósmica?
La liturgia de la Navidad, en los textos bíblicos de las tres misas (la de la media noche, la del amanecer y la del mediodía) nos lleva de la mano con admirable pedagogía hasta la plena confesión de fe.
Por las montañas de Judea hay rumor de ángeles; ha empezado a correr la noticia de que en la aldea de Belén ha ocurrido algo extraordinario. Imaginemos, dando un salto con las actuales tecnologías, a un reportero gráfico de televisión: Cámara al hombro, se acerca a la gruta de Belén. Vemos, en penumbra, con cara de asombro, a María y a José. Luego el objetivo se detiene en un punto luminoso. En un primer plano vemos a “un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Así de sencillo y admirable es lo que nos narra la liturgia de la “misa del gallo”.
Luego, el cámara nos presenta a los pastores, que, avisados por los ángeles, corren “a ver eso que ha pasado y que el Señor les ha manifestado” (la misa del amanecer).
En un tercer momento, el comentarista de las imágenes, tocado también por el desconcierto y el asombro, empieza a hacerse preguntas: ¿Quién es ese niño?
Es el cuarto evangelista quien, a la luz de la Pascua y de Pentecostés, nos da la respuesta: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo… En la Palabra estaba la vida, y esa vida era la luz de los hombres….Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (misa del mediodía).
El misterio de la Navidad sigue siendo para la mentalidad racionalista de hoy, como lo era para el pagano Celso, un escándalo. “¡Bienaventurado aquel que no se escandalice de mí!” diría Jesús. Sólo desde la humildad, a la luz del Espíritu Santo, es posible acceder al misterio. «Es de las raíces del corazón de donde sale la fe», exclama San Agustín, parafraseando el paulino corde creditur (se cree con el corazón).
Para entender y vivir la Navidad hay que situarse en el cuadrilátero que forman estas cuatro palabras: Asombro, alegría, gratitud y entrega. Todo nos lleva al asombro y al pasmo. Y del pasmo y el asombro a la alegría. Las buenas noticias nos llenan de gozo, prorrumpimos a cantar. No hay suceso en el mundo más celebrado y cantado que la Navidad.
La tercera actitud es el agradecimiento, porque “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los pueblos”. Qué bien lo expresó un autor del siglo XVI: “¡Pues, siendo tan Gran Señor, / tenéis corte en una aldea!/ ¿Quién hay que claro no vea/ que estáis herido de amor?”.
La cuarta actitud es la entrega. ¿No os producen admiración las figuritas de nuestros belenes, llevando todas ellas regalos para el Niño? Y lo mismo los magos. Es que no se puede celebrar la Navidad quedándose igual. No es extraño que Caritas nos saque los colores denunciando que, al lado de la pobreza y la marginación, campeen a sus anchas despilfarro y consumismo. Eso, mientras celebramos el nacimiento de quien, siendo Dios, se abajó hasta lo más bajo de la condición humana para levantar al hombre a la dignidad de hijo de Dios. Que no, amigos, que “a Belén por ahí no se va; se va por la otra puerta de la ciudad” (V.M. Arbeloa).