+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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2 de abril de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ay personas que gozan de una fe firme, sin fisuras; pero no es eso lo habitual. Se ha definido a la fe como la capacidad de soportar las dudas. La fe no se nutre de evidencias, sino de dudas superadas, profundizadas, de experiencias hondas. La fe que emana de la resurrección de Jesús es el centro del cristianismo. En medio de nuestras oscuridades la fe se abre camino en la prueba y se acrecienta en la noche.

Los discípulos habían visto cómo la muerte se había cobrado su triunfo más brillante y más cruel: Jesús de Nazaret, el que pasó haciendo el bien y sembrando esperanza, el único inocente, había sido procesado y condenado; había muerto en cruz y ahora yacía sepultado. Con su muerte había muerto la esperanza. El desconcierto, la frustración y el temor, un temor lúcido, frío e inamovible se había apoderado del corazón de los discípulos. Y ahí están ahora muertos de miedo, como perros apaleados. Una losa más grande y pesada que la del sepulcro había caído sobre ellos. Aparentemente todo había acabado. Allí quedaban enterradas todas las experiencias compartidas, toda la esperanza depositada en el joven profeta galileo por el que, un día, lo habían dejado todo.  

“El primer día de la semana, estando reunidos los discípulos en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús se presentó en medio y les dijo: – La paz con vosotros. A continuación les mostró las manos y el costado”.

Ahora, cuando aparece Jesús resucitado, no se lo pueden creer. Tiene que mostrarles las marcas de los clavos y la cicatriz todavía fresca de la llaga del costado. Y la tristeza se convirtió en alegría: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor», dice el evangelista Juan, que nos cuenta la escena.

Así debe ser nuestra alegría pascual. Y qué hermoso lo que sigue, qué prueba de confianza: » Alentó sobre ellos y les dijo: -Como el Padre me envió, yo os envío: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn20, 23). A unos pobres hombres, que le habían abandonado y negado hacía tan poco tiempo, les encarga ser ahora sus labios, sus manos, su rostro.  

No es el ánimo o el entusiasmo lo que hace resucitar a Jesús en la conciencia de los discípulos, es la realidad de la resurrección lo que reanima y resucita la fe de los discípulos. El resucitado no sólo está vivo, es dador de vida. Por eso, alienta sobre ellos el soplo de vida que es el Espíritu Santo.

Los signos de este resurgimiento son dos: el primero es la misión como participación en la misión misma de Cristo; el segundo es el perdón de los pecados y la capacidad de perdonar, hasta el punto de que lo que el enviado realice, bajo la acción del Espíritu Santo, será ratificado por Dios mismo. 

Tomás no estaba en el grupo cuando vino el Señor. Sólo llegó a tiempo de presenciar el entusiasmo y el gozo de sus compañeros. Parece que le molestó ver lo pronto que aquellos hombres, tan cobardes y mezquinos, se había aupado al carro del triunfo como unos pobres ilusos. Tomás necesitaba ver las llagas que habían preparado y merecido aquel triunfo, si es que era verdad que el crucificado había resucitado. Sabía que las exaltaciones pseudo-místicas son poco fiables.

A los ocho días se presentó de nuevo Jesús estando ya Tomás presente. Conocemos lo que pasó. Tomás nos ha dejado una preciosa confesión de fe, y, como respuesta, Jesús nos regaló la última bienaventuranza del Evangelio: «¡Dichosos los que crean sin haber visto!».

La incredulidad de Tomás, escribe san Gregorio Mago, ha sido para nosotros más útil  que la fe de los discípulos que creyeron”. Ahora sabemos que estamos en el camino de las bienaventuranzas cuando “le amamos, sin haberlo visto” (1 Petr.1, 8).       

No es por azar que el evangelista sitúe ambos hechos en el domingo, el primer día de la semana. Cuando Juan escribe su evangelio ya habían empezado las persecuciones. Y sin embargo, cada domingo, misteriosamente, cuando se juntaban para “la fracción del pan”, sentían que era Pascua, que allí alentaba el resucitado en el corazón de sus vidas, dándoles fuerza para vivir y afrontar los peligros. Y se llenaban de alegría, se fortalecía su esperanza y se renovaba su corazón; se sentían enviados en medio de un mundo frecuentemente hostil, portadores de la misma misión de Jesús para renovar la creación.