+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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22 de abril de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n la primera lectura de este domingo segundo de Pascua vemos el fruto de la resurrección de Cristo en sus seguidores. Probablemente se trata de un modelo un poco idealizado, pintado con entusiasmo y aderezado con unas gotas de utopía. Son cuatro las columnas sobre las que se asienta este edificio espiritual: 1) La enseñanza de los apóstoles, porque no hay comunidad cristiana sin que Cristo sea predicado, conocido. 2) La unión fraterna, experimentada exteriormente en la comunión de bienes y en una importante igualdad socio-económica que brotaba de la unión de corazones y almas. 3) La fracción del pan, que así era llamada la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, a la que seguía una comida fraterna llamada agape (1 Co 10,11), como realización visible de la unidad y del amor postulados por la Eucaristía. 4) La oración, que, como era propio del mundo del que procedían los primeros cristianos, tenía probablemente que ver todavía con el Templo, aunque era vivida con el espíritu nuevo de quienes estaban unidos en un solo corazón (Hech 5,12).

La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Pedro y con las trazas de una extensa catequesis bautismal, canta la alegría del creyente, su regeneración bautismal como punto de partida para participar en plenitud de la salvación inaugurada en la resurrección de Cristo. Pero esta esperanza de fondo es muy realista; no ignora las estaciones de dolor y soledad que el creyente y la Iglesia misma deberá atravesar en su itinerario terrestre. Pero “nosotros que amamos a Cristo, sin haberlo visto, que creemos en Él sin verlo” no podemos dejarnos invadir por el desaliento. ¡Qué bien les vendría a aquellos bautizados el recuerdo de Tomás, el discípulo que se resistía a creer, del que nos habla el Evangelio! Veámoslo

Tomás es un personaje interesante. Uno no sabe si tratarle de solitario, de pesimista o de racionalista e incrédulo. Quizá fue las tres cosas a la vez, como tanta gente. Al final será sólo Toma el creyente.

“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús”. Le vemos como un hombre que ha empezado a vivir su fe o su oscuridad en solitario, por libre. La fe, la vocación, el seguimiento, es verdad, son en último término una decisión personal, pero la fe crece en la comunidad y necesita de la comunidad.

¿Por qué Tomás se había alejado del grupo? ¿Fue consecuencia de la decepción, de la desilusión? Había puestos tantas esperanza en Jesús…, le habían visto realizar tales signos; su anuncio del Reino despertó tantas esperanzas en el corazón de los pobres y en el mismo corazón de Tomás que ahora, tras el trauma del Calvario, siente como si el mundo se hubiera derrumbado a su pies, como si ya nada tuviera sentido. “Nosotros esperábamos…”, decían los dos que caminaban a Emaús, también en retirada, mientras caía la tarde. Había sido aquello un golpe tan duro que, como todos los pesimistas, pensaba que allí ya no había nada que hacer.

¿Quién no se ha encontrado alguna vez en una situación parecida a la de Tomas? Recuerdo de mis años jóvenes aquella mujer de la parroquia, que había sido tan religiosa, pero que llevaba veinte años sin querer oír hablar de Dios ni de la Virgen, porque había perdido una hija en plena juventud. El hecho de mentarle yo discretamente a la Virgen provocó en ella un estampido terrible de dolor y de ira…. De nada valían mis súplicas de perdón, mis manifestaciones de respeto a su conciencia herida. Pero aquel estampido la desbloqueó; la ira se fue trasformando en un llanto cada vez más dulce, hasta acabar besando con inmenso cariño mis manos, con una preciosa confesión de fe, como Tomás. “Creo que llevaba años esperando esta hora…”, me decía. 

Los compañeros, exultantes de gozo, le decían a Tomás: “Hemos visto al Señor”. Pero a Tomás hasta le molestaba comprobar lo pronto que éstos se habían subido al carro de la ilusión. Él ni siquiera se fiaba de la vista, que a veces nos hace ver espejismos, o que, en momentos de delirios, nos hace ver fantasmas. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en la llaga de su costado, no creeré

“Ocho días después, estaban los discípulos dentro, y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio, y dijo: – Paz a vosotros. Luego dice a Tomás: -Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”.

Siempre en el día octavo, el día de la resurrección, el domingo, que es desde el tiempo apostólico el día del encuentro de la comunidad cristiana. La fe sólo se vive y crece en comunidad. Cuando nos desenganchamos, nos pasa lo que al bueno de Tomás, no vemos al Señor y quedamos presos de nuestros prejuicios.

Tomás acabará regalándonos un acto precioso de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”: Es una bellísima oración para todos aquellos que caminan con sus dudas a cuestas o para los momentos oscuros en que parece que Dios no significa nada en nuestra vida tan materialista.

“Porque has visto has creído. Dichos los que no han visto y han creído”. Es la última bienaventuranza del evangelio. Ahora tendremos que descubrir a Jesús con otros ojos, los de la fe. Y cuando no veamos será bueno preguntarnos no sólo donde esta Dios, sino dónde estamos nosotros. Que en este domingo de la Divina Misericordia, el Resucitado regale a todos los que dudan el don de la fe.