+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de abril de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]os signos precisos de la resurrección

Hay personas que gozan de una fe firme, sin fisuras; pero no es eso lo habitual. Se ha definido la fe como la capacidad de soportar las dudas. La fe no se nutre de evidencias, sino de dudas superadas, profundizadas, de experiencias hondas. En medio de nuestras oscuridades la fe se abre camino en la prueba y se acrecienta en la noche.

Los discípulos habían visto cómo la muerte se había cobrado su triunfo más brillante y más cruel: Jesús de Nazaret, el que pasó haciendo el bien y sembrando esperanza, el inocente, había muerto en cruz y ahora yacía sepultado. Con su muerte había muerto la esperanza. El desconcierto, la frustración y el temor, un temor frío e inamovible se había apoderado del corazón de los discípulos. Y ahí están ahora muertos de miedo, como perros apaleados. Aparentemente todo había acabado. Tras la losa del sepulcro quedaban enterradas todas las experiencias compartidas, toda la esperanza depositada en el joven profeta galileo por el que, un día, lo habían dejado todo. Pero veamos:

«El primer día de la semana, estando reunidos los discípulos en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús se presentó en medio y les dijo: – La paz con vosotros. A continuación les mostró las manos y el costado”.

Los discípulos no se lo pueden creer. Tiene que mostrarles las marcas de los clavos y la cicatriz todavía fresca de la llaga del costado. Y la tristeza se convirtió en alegría: «Se llenaron de alegría al ver al Señor», dice el evangelista Juan, que nos cuenta la escena.

Y qué admirable lo que sigue, qué prueba de confianza: «Alentó sobre ellos y les dijo: -Como el Padre me envió, yo os envío: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,23). A unos pobres hombres, que le habían abandonado y negado hacía tan poco tiempo, les encarga ser ahora sus labios, sus manos, su rostro. 

No es el ánimo o el entusiasmo lo que hace resucitar a Jesús en la conciencia de los discípulos, es la realidad de la resurrección la que reanima y resucita la fe de los discípulos. Y como el Resucitado, además de estar vivo, es dador de vida, alentó sobre ellos el soplo de vida que es el Espíritu Santo.

Dos signos precisos de la resurrección: el primero es la misión como participación en la misión misma de Cristo; el segundo es el perdón de los pecados y la capacidad de perdonar, en nombre de Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo.

Tomás no estaba en el grupo cuando vino el Señor. ¿Fue una huida en regla, porque ya no había nada que hacer? ¿Empezaba a invadirle una agobiante claustrofobia entre aquellas paredes cargadas de recuerdos? ¿Se fue para llorar a solas el fracaso, o porque no soportaba más el “ahora qué vamos a hacer” de sus compañeros?

Sólo llegó a tiempo de presenciar el entusiasmo y el gozo de sus compañeros. Parece que le molestó ver lo pronto que aquellos hombres, tan cobardes y mezquinos, se había aupado al carro del triunfo como unos pobres ilusos. No, él necesitaba ver las llagas que habían preparado y merecido aquel triunfo, si es que era verdad que el crucificado había resucitado. Sabía que las exaltaciones pseudo-místicas son poco fiables.

A los ocho días se presentó de nuevo Jesús estando ya Tomás presente. Conocemos lo que pasó: “¡Señor mío y Dios mío!”. Es la entrega de quien se ha rendido al Señor, tras haber recorrido un duro itinerario de fe. Nos recuerdan las palabras de Pablo en el camino de damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. O la de san Agustín: “¡Qué tarde te conocí, hermosura siempre antigua y siempre nueva. Qué tarde te conocí!”. Como respuesta a la confesión de fe de Tomás, Jesús nos regaló la última bienaventuranza del Evangelio: «¡Dichosos los que crean sin haber visto!».

“¡Señor mío y Dios mío! Qué bien sienta repetirlo lentamente cuando, cansados, no tenemos ganas de hacer una oración más larga, o cuando la soledad nos sube por los entresijos del alma envolviendo nuestro corazón en la niebla, o cuando, sencillamente, queremos reafirmar nuestra fe en Cristo resucitado. “La incredulidad de Tomás, escribe san Gregorio Mago, ha sido para nosotros más útil que la fe de los discípulos que creyeron”.

No es por azar que el evangelista sitúe ambos hechos en el domingo, el primer día de la semana. Cuando Juan escribe su evangelio ya habían empezado las persecuciones. Y, sin embargo, cada domingo, en Roma, en Jerusalén, en Éfeso o en Corinto, cuando la comunidad se juntaba para “la fracción del pan”, sentían que era Pascua, que allí alentaba el Resucitado en el corazón de sus vidas, dándoles fuerza para vivir y afrontar los peligros. Y se llenaban de alegría, se fortalecía su esperanza y se renovaba su corazón; se sentían enviados en medio de un mundo frecuentemente hostil, portadores de la misma misión liberadora de Jesús.