+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de marzo de 2007

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Es una pena que la oración no haya tenido demasiada buena prensa entre el pueblo cristiano. «A la puerta de rezador no pongas el trigo al sol» era un refrán que recuerdo haber oído cuando era muchacho. Puede que se tratara no más que de un estereotipo tan injusto como casi todos. O quizá es que no se notaba cambio en las personas que frecuentaban el templo; que el supuesto trato con el Señor no les llevaba a ser más auténticas, más generosas, más tolerantes o menos chismosas.

Tampoco hoy soplan los vientos a favor. A una sociedad que adopta la eficacia y el rendimiento como criterios supremos de vida no es extraño que la oración le parezca una inútil perdida de tiempo.

No es raro el caso de quienes han abandonado la oración convencidos de que Dios no escucha ni resuelve los problemas, o el de cristianos activos que, por un déficit en su formación, han llegado al convencimiento de que la mejor oración es el compromiso en la vida. En otros muchos pesa, sin duda, la pérdida del sentido de Dios; aunque luego, bajo formas secularizadas, retorne, una y otra vez, la necesidad del silencio, del encuentro con uno mismo.

Entiéndase que, con lo anterior, no estoy afirmando que la oración haya muerto en nuestra Iglesia. Tenemos, gracias a Dios, ejemplares comunidades contemplativas que hacen de la oración su ocupación primera. Hay familias donde todavía la oración es un ejercicio habitual y saludable. Y nuestras celebraciones litúrgicas, en general, han ganado mucho en calidad y contenidos.

Jesús, que no dejó nunca de recomendar la oración, oraba permanentemente, incluso cuando más agobiante era el trabajo y más solicitado estaba por las multitudes. Tanto, que los discípulos intuyeron que las largas horas de oración tenían mucho que con aquella familiaridad con el Padre que transparentaba su vida y con la fortaleza para emprender un camino sin retorno. Por eso, como una seducción, les brotó espontánea la súplica: «Señor, enséñanos a orar».

En el segundo domingo de cuaresma vemos a Jesús subiendo, con el grupo más íntimo de discípulos, al monte Tabor para hacer oración. Y «mientras oraba, dice el Evangelio, su rostro se transfiguró y sus vestidos aparecieron blancos y relucientes, como no los dejaría ningún batanero del mundo».

La Cuaresma es un tiempo propicio para recuperar, como necesidad ineludible, la estima y la práctica de la oración. La fe se apaga y debilita por falta de trato asiduo y sincero con Dios. «El conocimiento perece por falta de comunicación», decía la santa abulense, que de esto sabía un rato. En la oración aprendemos a reconocer la presencia liberadora de Dios, sentimos su amor tierno y misericordioso, acogemos la palabra que viene de más allá de nosotros mismos y supera nuestros deseos, nos descubrimos con nuestra grandeza y nuestra pequeñez, con nuestras pocas verdades y nuestras muchas mentiras. Pocas veces sentimos nuestro «yo» tan verdadero y libre como cuando oramos. Atraídos por miles de solicitudes y dispersos por miles de impresiones podemos terminar olvidando lo esencial, incapacitados para dejar a Dios hacerse presente en nosotros.

Aunque en toda circunstancia es posible orar, bueno será que en este tiempo de cuaresma reservemos un tiempo cada día para recogernos ante Dios, en la intimidad de la propia conciencia. Entonces descubrimos la vida como don y gracia, y surgen espontáneas la alabanza y el agradecimiento. Entonces se nos hacen más lúcidas nuestras incoherencias y nos llega más nítido el clamor del dolor y la injusticia que laceran a tanta gente. Entonces sentimos la necesidad de decir: «Padre, que venga tu Reino…danos el pan de cada día..no nos dejes caer en la tentación».

En la oración, nuestra vida se transfigura y, aun en medio de las cruces y oscuridades, se nos revela el sentido luminoso de la existencia, la otra cara de la cruz.