+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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8 de diciembre de 2007
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Siempre he sentido un especial aprecio por los barrenderos. Me alegro que ahora hagan su oficio con máquinas sofisticadas, capaces de absorber la basura con facilidad. Era admirable el esmero que, escobón en mano, ponían al barrer calles y aceras, incluso en las madrugadas de los fines de semana, que no me digan que no requiere moral. Y seguro que más de uno hemos podido observar su paciencia, cuando, en el otoño, el viento impertinente desparramaba las hojas secas que ellos habían logrado amontonar. A veces tenían que organizar una verdadera persecución tras las hojas traviesas para recogerlas una a una. Cuando la ciudad despierta y empieza el trajín de cada día, ellos ya han hecho su labor de limpieza.
Me ha venido a la memoria el trabajo tan fundamental y tan poco valorado de estos hombres al escuchar, en el Evangelio de este domingo, a Juan el Bautista invitándonos a limpiar y arreglar los caminos por los que ha de venir el Señor. Hay tantas cosas que necesitan limpieza en nuestra vida y en nuestra sociedad…
Sin darnos cuenta se nos van acumulando las hojas y el barro, o nos van rodeando los baches peligrosos. Abunda el desamor, la pereza, el orgullo y el afán de dinero, capaces de cegar las aspiraciones más nobles y de volar, desde dentro, nuestros logros más bellos. Con qué facilidad se seca el amor matrimonial, que empezó pujante y hermoso como el capullo de la flor que estalla en primavera. Qué pronto se va al traste la honradez profesional, cuando entra en conflicto con otros intereses. Con qué ligereza se rompe la unidad eclesial. Basta, a veces, un malentendido, cualquier contrariedad, para pasar del compromiso militante al abandono de la práctica religiosa o a la indiferencia.
Juan el Bautista, el barrendero de Dios, austero como el desierto en que habitaba, tenía corazón de miel, pero palabra de acero. Para todos tenía la palabra certera, aguda como un bisturí electrónico que saja y cauteriza. “Camada de víboras” se atrevía a llamar a los fariseos y saduceos que acudían para ser bautizados.
El Adviento nos invita a preparar el camino, a limpiar el corazón, a embellecer el mundo. Si, como decía Jesús, se necesita un corazón limpio para ver a Dios, no me extraña que esté descendiendo la fe, que nos da los ojos para descubrirle. Nuestra sociedad está recibiendo catequesis permanentes, en dosis masivas, de zafiedad y basura. Hasta los comportamientos más aberrantes se nos venden como signos de libertad y progreso.
Uno ha visto con dolor a gente que vivía aparentemente feliz en medio de la mugre y del estiércol. A todo se acaba acostumbrando uno. La regeneración sólo empieza cuando las personas caen en la cuenta de cómo y dónde viven, de qué les sobra y qué les falta, de qué hay que enderezar y qué vacíos hay que rellenar.
Sólo entonces, en el reconocimiento humilde, en medio de la pobreza, el abatimiento y el pecado, podemos empezar a escuchar palabras como las de Isaías animando a su gente con la buena nueva del fin del destierro: «¡Consolad, consolad a mi pueblo, porque están pagados sus crímenes y perdonados sus pecados!”. Entonces abre caminos el Señor; su amor se hace cercanía y caricia. Él viene siempre con poder de engendrar hombres nuevos. Entonces se hacen realidad las promesas también de Isaías: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará junto al cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: Un niño pequeño los pastorea…”.