+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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9 de diciembre de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a noche se había alargado en exceso. No se atisbaba ni un asomo, siquiera tenue, del amanecer. La oración se había convertido en lamento, y el grito de los pobres quedaba apagado por las orgías de los poderosos. Así estaban los israelitas en su destierro. Acampados junto a las acequias de Babilona, con las citaras colgadas de los sauces, ni ánimo les quedaba para cantar las viejas canciones de su tierra. Una de sus quejas era la de sentirse como gusanos: “nuestro vientre está pegado al polvo”.  

En esa situación llega la voz del profeta rasgando el silencio y la desesperanza. “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”. Es el grito de Isaías, el profeta del adviento, que como vocero de Dios anuncia a su gente la Buena Nueva del final del destierro. Es el grito que vuelve a resonar en este Adviento del año 2017, proclamado por la Iglesia que, a pesar de compartir las mismas desilusiones, la misma crisis y hasta los mismos pecados, quiere ser, por gracia de Dios, testigo de esperanza en medio de un mundo que se resiste a reconocer la fuerza salvadora que Dios nos ofrece en “el que ha de venir”.

Consolad, consolad a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablad al corazón de los creyentes”. “¿Qué debo decirles?, pregunta el profeta.

-Anúnciales la misericordia del Señor, y que vean qué males hay que extirpar, qué caminos hay que enderezar, qué vacíos y carencias hay que rellenar.

-Que sepan que todo pasa como la flor del campo. Por eso, que ni las carencias les abatan, ni el consumismo les aliene, que no se dejen seducir por ilusiones huecas, por palabras vacías, por el eslogan de moda, aunque se repitan a cada hora.

-Diles que el amor se puede secar cuando no se riega con la generosidad, la entrega y el perdón; que el egoísmo puede arrasar con todos los logros y con las construcciones más hermosas.

Súbete pregonero, a lo alto de un monte y grita con voz potente, de trompeta”. -Diles que no se desesperen. Pregona la cercanía de nuestro Dios y su amor al hombre real que somos cada uno. Diles que nuestro Dios viene con la fragilidad de un recién nacido, pobre y débil para no avasallar ni imponerse a la fuerza; pero que trae el poder de salvar, de perdonar, de dar un espíritu nuevo.

-Diles que su Dios no quiere, que no puede querer el sufrimiento de sus hijos, producido por el egoísmo de unos pocos. Que miente el que dice que eso es voluntad de Dios. Diles que el cielo nuevo y la tierra nueva deben empezar ya aquí, como levadura que va haciendo fermentar la masa. Y diles que si no se renueva y se sana el corazón del hombre todo se puede ir al traste.

       Juan era profeta y más que profeta. Era el mensajero que venía preparando el camino, enderezando el sendero, invitando a lavar el corazón.

        Ya en otras ocasiones he manifestado mi especial aprecio por los barrenderos, por el esmero con que limpian nuestras calles y las aceras, incluso en las madrugadas de los fines de semana, que no me digan que no requiere moral. Hasta he admirado su paciencia cuando, en el otoño, el viento impertinente desparrama las hojas secas que ellos habían logrado amontonar. Al empezar el trajín de cada día, cuando la ciudad despierta, ellos ya han hecho su labor de limpieza.

Juan Bautista exhortándonos a preparar los caminos era como el barrendero de nuestro Dios. ¡Hay tantas cosas que necesitan limpieza en nuestra vida y en nuestra sociedad…!  Casi sin darnos cuenta se nos van acumulando las hojas y el barro. Abunda el desamor, la pereza, la lujuria, el orgullo y el afán de dinero, los siete pecados capitales, capaces de cegar las aspiraciones más nobles y de volar, desde dentro, nuestros logros más bellos. Con qué facilidad se seca el amor, que empezó pujante y hermoso como el capullo de la flor que estalla en primavera. Qué pronto se va al traste la honradez profesional, cuando entra en conflicto con otros intereses. Con qué ligereza se rompe la unidad eclesial; basta, a veces, un malentendido, cualquier contrariedad, para pasar del compromiso militante al abandono de la práctica religiosa o a la indiferencia.

Se nos ha encomendado la limpieza de nuestra vida y el embellecimiento del mundo. Si, como decía Jesús, se necesita un corazón limpio para ver a Dios, no me extraña que esté descendiendo la fe que da ojos para descubrirle. A base de recibir dosis permanentes y masivas de zafiedad y basura nos vamos acostumbrando a que se nos vendan como signos de libertad y progreso los comportamientos más aberrantes. A todo se pueden acabar acostumbrando las personas, hasta a vivir aparentemente felices entre la mugre y el estiércol.

Comienzo de la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios”. Así empezaba el Evangelio. Pero, a renglón seguido nos habla sin contemplaciones de la conversión que ha de vivir todo el pueblo para acoger a su Mesías y Señor.  La reacción del pueblo es conmovedora. Se pone en camino del desierto a escuchar la voz de Juan, experimentan la necesidad de cambiar, de reconocer su pecado, la necesidad de salvación.

¿Seremos capaces de acoger el mensaje de Isaías, de Juan Bautista, del Evangelio? En la aridez del desierto de nuestra vida el Señor abre caminos. En la Navidad Dios se hace cercanía y caricia en la debilidad de un Niño, que viene con poder de engendrar hombres nuevos, humanidad nueva.