+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de febrero de 2018

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Siempre me ha impresionado la lectura de los textos en que los grandes conversos de los últimos siglos cuentan ese instante sublime en que cambió su vida. Fueron instantes como de transfiguración. Pienso en A. Frossard, “educado en un ateísmo total. Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo”. O en el agnóstico, diplomático, poeta y dramaturgo Paul Claudel, cuando asistía por pura curiosidad estética a las Vísperas en la catedral de Notre-Dame de Paris en la fría tarde de la Navidad de 1886. Escuchaba la música de pie entre los asistentes, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha, por el lado de la sacristía. Cuando el coro entonó el Magníficat sintió tal sacudida interior de alegría que cambió su vida para siempre: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama! … Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del “Adeste fideles” aumentaba mi emoción”.

Los Padres de la Iglesia, tocados seguramente de platonismo, hablaban, además de la luz externa que entra por los sentidos, de otra luz interna capaz de iluminar la mente y de cambiar el corazón del hombre. A este respecto, he recordado alguna otra vez aquel pasaje de Tolstoy en “Ana Karenina”: El joven basto, hosco y pasota, que, por haber descubierto que la chica de sus sueños le ama, llora de emoción sólo con ver cómo dos palomas se arrullan bajo un rayo de sol. Es que cuando se ama, las cosas se ven de distinta manera, se alarga el horizonte, cambian los colores, todo lo que alcanzamos a contemplar adquiere un valor nuevo.

La belleza salvará al mundo” dijo Dostievski. Se refería a la belleza redentora de Cristo. El amor, como la belleza, cuando son de verdad, hacen perder los papeles a cualquiera, incluso –dicho sea con todo respeto- hasta al mismo Dios.

Viene todo esto a cuenta del evangelio de este domingo segundo de Cuaresma, que nos cuenta la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. 

No se trata de un juego de magia. Jesús, que había anunciado poco antes a sus discípulos, con poco éxito, su próxima pasión y muerte en Jerusalén, se transfigura mientras está en oración. Aparece inundado de luz, y sus vestidos tienen una blancura “que no se la daría ningún batanero del mundo”. Ante tal experiencia, los tres discípulos que le acompañan se sienten tan a gusto que hubieran deseado permanecer allí para siempre.

La transfiguración pone al descubierto para los discípulos el misterio divino que se esconde tras la humanidad doliente de Jesús. O, si queréis, la transfiguración es la otra cara de la cruz, un anticipo de la resurrección, en que se revelará definitiva y plenamente la identidad de Jesús.

La transfiguración tuvo lugar en un clima de recogimiento y oración. Es un dato importante para quienes vivimos en la sociedad de las prisas, acosados permanentemente por ruidos, ocupaciones e incitaciones que nos desasosiegan y nos impiden escuchar y contemplar la realidad con calma. 

Un buen ejercicio para esta cuaresma, junto al ayuno y la limosna, como medio y expresión de compartir con los hermanos que lo están pasando mal, sería ejercitarnos en el arte del silencio, de la escucha, que son la antesala de la oración. En toda palabra y en toda voz, venga de donde venga, incluso de una nube, podemos escuchar, como presencia o como ausencia, al Dios que, a la vez que silencio, es Palabra. Hacer el ejercicio de escucharse los esposos entre sí, escuchar los padres a los hijos, los hijos a los padres, escuchar a los ancianos, a los vecinos y compañeros de trabajo o de estudio, escuchar a quienes comparten nuestra fe y a quienes no creen, escuchar a quienes nadie escucha. En cualquier parte podemos encontrarnos con personas que chorrean palabra de Dios.

La frase más importante del fragmento del evangelio que comentamos no la escuchamos en boca de Jesús ni de sus discípulos; sale de una nube como mensaje de parte de Dios: “Este es mi Hijo, el amado…, escuchadle”.

¡No estamos contra el bienestar que genera el progreso! Pero el cambio, la transfiguración del mundo no va a venir de fuera, a base de dotarnos de un confort cada vez más selecto, ni eliminando toda barrera que nos impida vivir el frenesí de los placeres más sofisticados. Viene de dentro. Parece que, junto al mayor bienestar, aumentan también en las sociedades más desarrolladas el hastío, el descontento, la soledad y los suicidios. Como si a mayor escala de medios a nuestro alcance correspondiera una mayor carga de desilusión y desencanto.

Duró poco la visión. Jesús volvió enseguida al llano donde le esperaba la rutina de cada día, la incomprensión de sus mismos discípulos, la gente que quería escapar del sufrimiento buscando milagros, el encuentro con el pobre epiléptico que amargaba la vida de su familia, la subida a Jerusalén, donde será clavado en una cruz.

Es bueno tener de vez en cuando alguna experiencia de Tabor: unos ejercicios espirituales, una buena lectura, un rato de oración. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. Bajaremos con la ilusión fresca y la esperanza renovada y fuerte para seguir subiendo con Jesús hacia Jerusalén, hacia la Pascua, que es misterio de muerte y de resurrección, de la belleza que salvará al mundo.