+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de febrero de 2008

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Siempre me ha impresionado contemplar cómo la luz es capaz de transfigurar el paisaje. Hace unos días recordaba con un grupo de amigos aquel instante inefable, vivido en plena cumbre del monte Sinaí: Ver cómo emergían de la penumbra, con las primeras luces del amanecer, las crestas de los montes, imponentes e interminables hasta perderse en el horizonte.

Los filósofos platónicos y los Padres de la Iglesia distinguían, además de la luz externa que entra por los sentidos, la luz interna que ilumina la mente; una luz que puede cambiar el corazón del hombre. Me viene a la memoria lo que cuenta Tolstoy en Ana Karenina: Aquel joven, antes hosco y pasota, que, por haber descubierto que la chica de sus sueños le ama, llora de emoción sólo con ver cómo dos palomas se arrullan bajo un rayo de sol. Cuando se ama, las cosas se ven de distinta manera, se alarga el horizonte, cambian los colores, todo lo que alcanzamos a contemplar adquiere un valor nuevo.

Viene todo esto a cuenta del evangelio de este domingo segundo de cuaresma, que nos cuenta la transfiguración de Jesús en el monte Tabor.

Jesús, que ha anunciado poco antes a sus discípulos su próxima pasión y muerte en Jerusalén, se transfigura mientras está en oración. Aparece inundado de luz, y sus vestidos tienen una blancura que no se la daría ningún batanero del mundo. Ante tal experiencia, los tres discípulos que le acompañan se sienten tan a gusto que no querrían descender ya del monte.

Acostumbrados a los cuentos de la infancia en que un hombre triste se convierte en un sauce llorón o una princesa en rana, el superficial podría pensar que se trata de un juego de magia. Pero la transfiguración pone al descubierto para los discípulos el misterio divino que se esconde tras la humanidad doliente de Jesús. O si queréis, la transfiguración es la otra cara de la cruz, un anticipo de la resurrección, donde se revelará definitiva y plenamente la identidad de Jesús. Así lo entendieron los Padres de la Iglesia.

La transfiguración tuvo lugar en un clima de recogimiento y oración. Es un dato importante para quienes vivimos en la sociedad de las prisas, acosados permanentemente por ruidos, ocupaciones e incitaciones que nos desasosiegan y nos impiden escuchar y contemplar la realidad con calma.

Un buen ejercicio para esta cuaresma sería ejercitarnos en el arte del silencio y la escucha. Son la antesala de la oración. En toda palabra y en toda voz, venga de donde venga, incluso de una nube, podemos escuchar al Dios que, a la vez que silencio, es Palabra. Hacer el ejercicio de escucharse los esposos entre sí, escuchar los padres a los hijos, los hijos a los padres, escuchar a los vecinos y compañeros de trabajo o de estudio, escuchar a quienes comparten nuestra fe y a quienes no creen, escuchar a quienes nadie escucha. En cualquier parte podemos encontrarnos con personas que chorrean palabra de Dios. La frase más importante de la narración no la escuchamos en boca de Jesús ni de sus discípulos; sale de una nube como mensaje de parte de Dios; “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”.

No seré yo quien me oponga al bienestar que genera el progreso, pero me parece que nos equivocamos al pensar que la transfiguración del mundo y del hombre tendría que venir de fuera, dotándonos de medios cada vez más confortables, eliminando cualquier barrera que impida vivir el frenesí de los placeres, teniéndolo todo. Parece, por el contrario, que, junto al mayor bienestar, aumentan también, en las sociedades más desarrolladas, el hastío, el descontento, la soledad y los suicidios. Como si a mayor escala de medios a nuestro alcance correspondiera una mayor carga de desilusión y desencanto.

La transfiguración de Jesús fue justamente a la inversa, de dentro para fuera. No fue una demostración de lo que tenía, sino de lo que era. Su condición divina se le derramó a través de la piel de su condición humana.

Duró poco la visión. Jesús volvió enseguida al llano donde le esperaba la rutina de cada día, las incomprensiones de sus mismos discípulos, la gente que quiere escapar del sufrimiento buscando milagros, el encuentro con el pobre epiléptico que amarga la vida de una familia, la subida a Jerusalén, donde será clavado en una cruz.

De vez en cuando nos conviene subir al Tabor. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. Quizá no veamos al Señor transfigurado, pero nuestro corazón saldrá transfigurado y decidido a seguirle. Del Tabor bajaremos con la ilusión fresca y con una esperan tan renovada y fuerte que ni las cruces, ni los fracasos, ni las incomprensiones nos harán olvidar la experiencia luminosa vivida en el monte. Bajaremos con la certeza de que en la cruz se gesta la gloria de la resurrección, porque la transfiguración fue, en definitiva, un anticipo de la resurrección.