+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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27 de febrero de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]ra simpático aquel reclamo que figuraba en el dintel de la puerta de una pastelería: “La vida-decía- está llena de amarguras, endúlcela.”
Los apóstoles tenían sus propios proyectos humanos, demasiado humanos. Esperaban un Mesías que liberaría a Israel de la dominación romana y le convertiría en centro del mundo. Por eso, les cayó como un jarro de agua fría cuando Jesús empezó a anunciarles su próxima pasión. Les anunció también que resucitaría, pero la amargura, como una nube densa, les impedía captar los rayos del sol.
“Unos siete días después de aquel suceso, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y subió al monte para orar. Mientras oraba sus rostro se transformó y sus vestidos se volvieron blancos, con un blancura resplandeciente”. ¿Quién no ha visto cómo algunas personas sumergidas en intensa oración parecen como iluminadas por una luz interior? Los vestidos blancos, en la cultura bíblica, son un signo celestial, que los primeros cristianos aplicaban siempre a Jesús resucitado, y, por eso, era también el vestido de los bautizados en la noche de Pascua.
El episodio de la transfiguración, como anticipo de la resurrección tiene todo el aire de un consuelo para levantar la moral de los discípulos y para fortalecerles ante lo que se avecinaba.
En el evangelio hay otra escena que se asemeja y complementa la anterior, y de la que también van a ser testigos inmediatos Pedro, Santiago y Juan. Es otro momento decisivo en la vida de Jesús, también de oración intensa, en que su aspecto exterior se transforma, aunque de manera bien diferente. Es la escena de Getsemaní. La angustia de Jesús ante su muerte próxima es tan fuerte que “su sudor era como de gotas de sangre que caían hasta el suelo”. Los tres testigos que ven resplandeciente a Jesús en su gloría divina son los mismos que, luego, le acompañarán en su inmenso sufrimiento humano.
La Transfiguración fue un momento de gozo tan inolvidable que a Pedro no se ocurrió otra cosa que sugerir que montaran unas tiendas para permanecer allí. Las horas felices y luminosas del Tabor les ayudarían a no desesperar en las horas del dolor y de la cruz. Serían la garantía de que Jesús no se equivocaba de camino, que la pasión y la muerte también entraban en los planes de Padre Dios, que la pasión puede ser camino de resurrección.
Las horas de Tabor son escasas en nuestra vida. Pero son las que nos sostienen en la hora de la prueba hasta llenarla de sentido.
A veces nos encontramos perdidos, angustiados, preocupados por nuestra situación personal o familiar, por cuanto acontece en el mundo, llámese crisis económica, paro, enfermedad, violencia, injusticia. Entonces es cuando más necesitamos del mensaje de la transfiguración. Me he encontrado con hombres y mujeres que, incluso en situaciones terminales de la vida, una oración profunda les ha transfigurado. Los santos supieron y saben por experiencia que es verdad.
Creer lo que esperamos nos compromete a vivir lo que creemos. La transfiguración de Jesús es, a la vez, una invitación para que hagamos lo posible con la gracia de Dios, para ir transfigurando este mundo nuestro hacia El Reino de Dios. De hecho, acabada la experiencia del Tabor, Jesús les manda a los discípulos bajar del monte, volver al barro de la vida diaria, seguir el camino hacia Jerusalén.