+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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19 de marzo de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]dmirable el episodio que nos cuenta el evangelio de este segundo domingo de Cuaresma: Jesús sabe que la hora de su pasión está cerca, sabe cómo va a acabar y que la cruz va a desconcertar a sus discípulos. Por eso, les prepara para ese momento con una experiencia de luz y de consuelo. Espera que comprendan así que la gloria de la resurrección se gesta en la entrega dolorosa de la cruz.

Los dirigentes religiosos, en nombre de lo que consideran la doctrina tradicional, están contra Jesús. Los escribas y fariseos no cesan de ponerle zancadillas y de acusarle de destruir la religión de sus padres. Ha salido de Palestina, donde el ambiente está enrarecido, y se ha adentrado hasta Cesarea de Filipo. Allí ha preguntado a los discípulos qué piensan de él y ha suscitado la confesión de fe de Pedro. Luego, ha tomado la decisión de ir a Jerusalén. Anuncia a los discípulos con toda claridad lo que le espera en la ciudad santa. Es en este contexto trágico en que se sitúa la escena de la Transfiguración.

Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los tres que van a ser testigos inmediatos de su agonía en Getsemaní. Imaginémosles subiendo a paso lento por un sendero de montaña. A medida que ascienden el aire se hace más fresco, se ensancha el horizonte y se aleja la llanura. El silencio y la soledad de las cimas son lugares propicios para orar y encontrarse con Dios.

Mientras ora, el rostro de Jesús se vuelve resplandeciente como el sol, y sus vestidos, blancos como la nieve. Aparecen Moisés y Elías conversando con Él: el primero como representante de la Ley y protagonista del éxodo hacia la libertad, el segundo, como representante de los profetas. Ley y profetas testifican a favor de Jesús y resaltan su centralidad. Pedro, incapaz de contener el entusiasmo, como queriendo retener aquel momento de gloria, exclama: “¡Qué bien se está aquí!”. Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.         

Mientras hablan del próximo éxodo de Jesús, una nube luminosa les cubre con su sombra. ¡Qué contraste: una luz que da sombra! Son las mismas expresiones que encontramos en la Anunciación, símbolo inequívoco de la manifestación de Dios, que en Jesús va a realizar el nuevo éxodo, una nueva Pascua. Desde la nube, resuena la voz del Padre: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco, escuchadle”. Una voz que reitera la revelación acontecida en el Bautismo de Jesús.

Los discípulos cayeron rostro en tierra… Jesús se acercó y les dijo: levantaos, no tengáis miedo”. La postración es el reconocimiento de encontrarse ante una manifestación divina, es un gesto de adoración.

Cuando abren sus ojos sólo ven a Jesús, que, cuando bajan de la montaña, les prohíbe que cuenten la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Duró poco la visión. Jesús volvió enseguida al llano donde le esperaba la rutina de cada día, las incomprensiones de sus mismos discípulos, la gente que quiere escapar del sufrimiento buscando milagros, el encuentro con el pobre epiléptico que amarga la vida de una familia… Donde le espera la subida a Jerusalén y la cruz.

De vez en cuando nos conviene subir al Tabor. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. El Tabor nos abre a otras perspectivas, nos permite ver las cosas desde el proyecto de Dios y de su amor. Quizá no veamos al Señor transfigurado, pero nuestro corazón saldrá trasfigurado y decidido a seguir a Jesús, a escuchar su Palabra. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”, fue la suprema lección del Tabor para los discípulos.

Del Tabor bajaremos con la ilusión fresca y con una esperanza tan renovada y fuerte que ni las cruces, ni los fracasos, ni las incomprensiones nos harán olvidar la experiencia luminosa de la transfiguración, que no fue sino un anticipo de la Resurrección. Busquemos en la cuaresma algún rato de Tabor. Nos hará bien.