+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de marzo de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]iempre me ha impresionado la lectura de las narraciones en que los grandes conversos de los últimos siglos cuentan ese instante sublime en que cambió su vida. Fueron instantes como de transfiguración. Lo digo, porque, hace unos días, leía de nuevo la experiencia del agnóstico, diplomático, poeta y dramaturgo Paul Claudel en aquella tarde fría de la Navidad de 1886. Asistía por pura curiosidad estética a las Vísperas en la catedral de Notre-Dame de Paris. De pie entre los asistentes, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía escuchaba la música. Cuando el coro entonó el Magnificat sintió tal sacudida interior de alegría que cambio su vida para siempre:“¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!.. Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción”.

Los Padres de la Iglesia, tocados seguramente de platonismo, hablaban, además de la luz externa que entra por los sentidos, de otra luz interna capaz de iluminar la mente y de cambiar el corazón del hombre. A este respecto, alguna otra vez he recordado aquel pasaje de Tolstoy en “Ana Karenina”: el joven basto, hosco y pasota, que, por haber descubierto que la chica de sus sueños le ama, llora de emoción sólo con ver cómo dos palomas se arrullan bajo un rayo de sol. Cuando se ama, las cosas se ven de distinta manera, se alarga el horizonte, cambian los colores, todo lo que alcanzamos a contemplar adquiere un valor nuevo.

La belleza salvará al mundo” dijo Dostievski. Se refería a la belleza redentora de Cristo. El amor, como la belleza, cuando son de verdad y aprietan, hacen perder los papeles a cualquiera,incluso –dicho sea con todo respeto- hasta al mismo Dios.

Viene todo esto a cuenta del evangelio de este domingo segundo de Cuaresma, que nos cuenta la transfiguración de Jesús en el monte Tabor.

No se trata de un juego de magia. Jesús, que había anunciado poco antes a sus discípulos su próxima pasión y muerte en Jerusalén, se transfigura mientras está en oración. Aparece inundado de luz, y sus vestidos tienen una blancura que no se la daría ningún batanero del mundo. Ante tal experiencia, los tres discípulos que le acompañan se sienten tan a gusto que hubieran deseado permanecer allí para siempre.

La transfiguración pone al descubierto para los discípulos el misterio divino que se esconde tras la humanidad doliente de Jesús. O, si queréis, la transfiguración es la otra cara de la cruz, un anticipo de la resurrección, donde se revelará definitiva y plenamente la identidad de Jesús. Así lo entendió la tradición cristiana.

La transfiguración tuvo lugar en un clima de recogimiento y oración. Es un dato importante para quienes vivimos en la sociedad de las prisas, acosados permanentemente por ruidos, ocupaciones e incitaciones que nos desasosiegan y nos impiden escuchar y contemplar la realidad con calma. 

Un buen ejercicio para esta cuaresma, junto al ayuno y la limosna como medio y expresión de compartir con tantos hermanos que lo están pasando mal, sería ejercitarnos en el arte del silencio, de la escucha, que son la antesala de la oración. En toda palabra y en toda voz, venga de donde venga, incluso de una nube, podemos escuchar, como presencia o como ausencia, al Dios que, a la vez que silencio, es Palabra. Hacer el ejercicio de escucharse los esposos entre sí, escuchar los padres a los hijos, los hijos a los padres, escuchar a los vecinos y compañeros de trabajo o de estudio, escuchar a quienes comparten nuestra fe y a quienes no creen, escuchar a quienes nadie escucha. En cualquier parte podemos encontrarnos con personas que chorrean palabra de Dios. La frase más importante del fragmento del evangelio que comentamos no la escuchamos en boca de Jesús ni de sus discípulos; sale de una nube como mensaje de parte de Dios; “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”.

¡Cómo vamos a oponernos al bienestar que genera el progreso! Pero el cambio, la transfiguración del mundo no va a venir de fuera, dotándonos de un confort cada vez más selecto o eliminado toda barrera que nos impida vivir el frenesí de los placeres más sofisticados. Viene de dentro. Parece que, junto al mayor bienestar, aumentan también en las sociedades más desarrolladas el hastío, el descontento, la soledad y los suicidios. Como si a mayor escala de medios a nuestro alcance correspondiera una mayor carga de desilusión y desencanto.

Duró poco la visión. Jesús volvió enseguida al llano donde le esperaba la rutina de cada día, las incomprensiones de los mismos discípulos, la gente que quería escapar del sufrimiento buscando milagros, el encuentro con el pobre epiléptico que amargaba la vida de una familia, la subida a Jerusalén, donde será clavado en una cruz.

Es bueno tener de vez en cuando alguna experiencia de Tabor: unos ejercicios espirituales, una buena lectura, un rato de oración. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. Bajaremos con la ilusión fresca y la esperanza renovada y fuerte para seguir subiendo con Jesús hacia Jerusalén, hacia la Pascua que es misterio de muerte y de resurrección, de la belleza que salvará al mundo.