+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de febrero de 2013

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«En aquel tiempo…”. Casi siempre que se proclama el Evangelio en la liturgia se hace con esta expresión. Ello se debe a que las narraciones evangélicas no suelen estar datadas. Lo de “en aquel tiempo” se ha hecho una forma cuasi ritual hasta el punto de que así comenzará, una vez más, la lectura del evangelio de este domingo: “[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n aquel tiempo, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor”. Sin embargo, el acontecimiento de la transfiguración sobre el monte es uno de los pocos que en los tres evangelios sinópticos se abre con una referencia cronológica precisa, con una ligera variante: “Seis días después” según Marcos y Mateos; Lucas, redondeándolo con la semana, habla de “ocho días después”.

Enseguida brota espontánea la pregunta: ¿Qué es lo que sucedió ocho días antes? La respuesta ayuda a contextualizar el hecho de la transfiguración y, además, a entender el mensaje que guarda para nosotros.

Una semana antes, en Cesárea de Filipo, junto a las fuentes del Jordán, Jesús había hecho a sus discípulos unas preguntas inesperadas: “¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro, el más lanzado, respondió con unas palabras tan inspiradas que no podían ser de su propia cosecha: “Tú eres el Cristo de Dios”, que era tanto como decir que era el Mesías, el enviado de Dios, el prometido y esperado por los profeta. Fue como un relámpago en la oscuridad. Pero a continuación Jesús les va a dejar desconcertados al anunciarles un destino espantoso: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y les habló de su seguimiento con palabras que quemaban: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”. Uno les imagina a Pedro y a sus compañeros desplomados, hundidos. ¿Qué clase de Mesías era éste que acabaría en el patíbulo de los malhechores?: ¿no se leía en la ley de Moisés “maldito el que cuelga del madero?”.

Este era el hecho acontecido unos días antes de la transfiguración. La semana que transcurrió hasta la transfiguración debió de ser para los discípulos una semana amarga, de dudas y sobresaltos. Por eso, Jesús va a darles un anticipo del final del camino que pasaba por Jerusalén y el Gólgota. Sobre el Tabor volvió la luz, se disiparon las tinieblas y se fortalecieron para el trago amargo que tendrían que beber al seguir al Maestro. Dios rompió su silencio: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”. La doble verdad de Cesárea, proclama por Pedro y por Jesús, es confirmada: Jesús es el Hijo amado del Padre, enviado para dar su vida por amor, para la salvación de los hombres.

En la Transfiguración aparece la otra cara de la cruz, el reverso del tapiz; es, como decía antes, un anticipo de la resurrección. Cristo aparece con un esplendor ante el que cualquier otra luz palidece, como la infinita belleza capaz de satisfacer, por sí sola, el corazón del hombre. ¡Cómo latirían de gozo los corazones de Pedro, Juan y Santiago viendo transfigurado de luz el rostro de Jesús! Pedro, casi fuera de sí, exclamó: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía”. Lo de Moisés y Elías, que aparecen conversando con Jesús, es la expresión de la Ley y de los Profetas, que concurren para avalar la voz de Padre.

Es bueno tener experiencias de Tabor: unos ejercicios espirituales, una buena lectura, un rato de oración. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. A la luz de la Transfiguración podemos entender que nazcan flores en medio del desierto, que la vida pueda brotar desde el corazón de la muerte. Mirar la cruz de frente, a la luz de la fe y de la Palabra de Dios, nos permite descubrir que puede traer dentro, luminoso y vivo, el germen del cielo nuevo y de la nueva tierra por la que suspiramos.

Pero luego hay que descender de la montaña, bajar al valle, a los caminos polvorientos, a la gente que quiere escapar del sufrimiento buscando milagros, al encuentro con el pobre epiléptico que amargaba la vida de una familia; hay que subir a Jerusalén, donde aguarda la hora de la cruz.

Subir y bajar son los dos momentos de la mística cristiana; subir para descender: orar, contemplar, para poder servir. Quien abre el corazón al amor transformante que viene de Dios y se pone a servir, verá como, poco a poco, su vida se irá transfigurando. Les ha sucedió a los santos. Quizá nosotros mismos, si viviéramos de verdad la Cuaresma, podríamos llegar a la Pascua transfigurados en Cristo resucitado. En los primeros siglos, los bautizados en la Vigilia Pascual se ponían un vestido blanco, porque se sentían transfigurados.