+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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20 de febrero de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os apóstoles tenían sus propios proyectos humanos, demasiado humanos. Esperaban un Mesías que liberaría a Israel de la dominación romana y lo convertiría en centro del mundo. Por eso, les cayó como un jarro de agua fría cuando Jesús empezó a anunciarles su próxima pasión. Les anunció también que resucitaría, pero la amargura, que cayó sobre ellos como una nube densa, les impidió captar los rayos del sol.

Unos siete días después de aquel suceso, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y subió al monte para orar. Mientras oraba su rostro se transformó y sus vestidos se volvieron blancos, con un blancura resplandeciente”. ¿Quién no ha visto cómo algunas personas sumergidas en intensa oración parecen como iluminadas por una luz interior? Los vestidos blancos, en la cultura bíblica, eran un signo celestial que los primeros cristianos aplicaban siempre a Jesús resucitado, y, por eso, era también el vestido de los bautizados en la noche de Pascua, en que se sentían transfigurados.

El episodio de la transfiguración, como anticipo de la resurrección tiene todo el aire de un consuelo para levantar la moral de los discípulos y para fortalecerlos ante lo que se avecinaba. Fue un momento de gozo tan inolvidable que a Pedro no se le ocurrió otra cosa que sugerir que montaran unas tiendas para permanecer allí. Las horas de Tabor son escasas en nuestra vida, pero son las que nos sostienen en la hora de la prueba hasta llenarla de sentido.

A veces nos encontramos perdidos, angustiados, preocupados por nuestra situación personal o familiar, por cuanto acontece en el mundo, llámese crisis económica, paro, enfermedad, violencia, injusticia. Entonces es cuando más necesitamos del mensaje de la transfiguración. Me he encontrado con hombres y mujeres que, incluso en situaciones terminales de la vida, una oración profunda les ha inundado de paz y hasta de alegría.

Es bueno tener experiencias de Tabor: unos ejercicios espirituales, una buena lectura, un rato de oración. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido.

Acabada la experiencia del Tabor, Jesús les manda a los discípulos bajar del monte, volver al barro de la vida diaria, seguir el camino hacia Jerusalén.

Los discípulos no tardarán en presenciar otra escena que complementa la anterior, y de la que también van a ser testigos inmediatos Pedro, Santiago y Juan. Es otro momento decisivo en la vida de Jesús, también de oración intensa, en que su aspecto exterior se transforma, pero ahora de manera bien diferente. Es la escena de Getsemaní: La angustia de Jesús ante su muerte próxima es tan fuerte que “su sudor era como de gotas de sangre que caían hasta el suelo”.    

La transfiguración definitiva sólo nos llegará en el encuentro definitivo con el Señor resucitado. Entretanto hay que descender de la montaña, bajar al valle, a los caminos polvorientos, a la gente que quiere escapar del sufrimiento buscando milagros, al encuentro con el pobre epiléptico que amargaba la vida de una familia; hay que subir a Jerusalén, donde aguarda la hora de la cruz.

A la luz de la Transfiguración podemos entender que nazcan flores en medio del desierto, que la vida pueda brotar desde el corazón de la muerte, que la cruz traiga dentro, luminoso y vivo, el germen del cielo nuevo y de la nueva tierra por la que suspiramos.

Subir y bajar son los dos momentos de la mística cristiana; subir para descender: orar, contemplar, para poder servir. Quien abre el corazón al amor transformante que viene de Dios y se pone a servir, verá que, poco a poco, su vida se irá transfigurando. Quizá nosotros mismos, si viviéramos de verdad la Cuaresma, podríamos llegar a la Pascua un poco transfigurados.