+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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11 de marzo de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os dirigentes religiosos, en nombre de lo que consideran la doctrina tradicional, están contra Jesús. Los escribas y fariseos no cesan de ponerle zancadillas y de acusarle de destruir la religión de sus padres.
Jesús ha salido de Palestina, donde el ambiente está enrarecido, y se ha dirigido hacia el norte, camino de las fuentes del Jordán. Mientras van caminando, Jesús pregunta a sus discípulos qué dice la gente sobre él. Pero le interesa, sobre todo, lo que piensan ellos. Pedro, haciendo una confesión de fe todavía imperfecta, le ha reconocido como el Mesías anunciado y prometido por los profetas.
Después de esta confesión de fe de Pedro, Jesús ha comenzado a hablarles con toda claridad de su próxima pasión y muerte en Jerusalén. Es un anuncio inesperado, que desconcierta a los discípulos; se resisten a aceptarlo, incluso yendo acompañado del anuncio de la resurrección.
Llegamos así al episodio que se nos cuenta en el evangelio de este domingo. Jesús ve conveniente preparar a sus discípulos, para que asuman su destino trágico, con una experiencia de luz y de consuelo. Lo hace con la escena de la transfiguración. Espera que comprendan que la gloria de la resurrección se gesta en la entrega dolorosa de la cruz. La transfiguración es un anticipo de la resurrección.
Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los tres que van a ser testigos inmediatos de su agonía en Getsemaní. Imaginémosles subiendo a paso lento por un sendero de montaña. A medida que ascienden el aire se hace más fresco, se ensancha el horizonte y se aleja la llanura. El silencio y la soledad de las cimas son lugares propicios para orar y encontrarse con Dios.
Mientras ora, el rostro de Jesús se vuelve resplandeciente como el sol, y sus vestidos, blancos como la nieve. Aparecen Moisés y Elías conversando él: el primero como representante de la Ley y protagonista del éxodo hacia la libertad; el segundo, como representante de los profetas. Ley y profetas testifican a favor de Jesús y resaltan su centralidad. Pedro, incapaz de contener el entusiasmo, como queriendo retener aquel momento de gloria, exclama: “¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Mientras hablan de lo que iba a acontecer, una nube luminosa les cubre con su sombra. Son las mismas expresiones que encontramos en la Anunciación, símbolo inequívoco de la manifestación de Dios, que en Jesús va a realizar el nuevo éxodo, una nueva Pascua. Desde la nube, resuena la voz del Padre: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco, escuchadle”. Una voz que reitera la revelación acontecida en el Bautismo de Jesús.
“Los discípulos cayeron rostro en tierra…Jesús se acercó y les dijo: levantaos, no tengáis miedo”. La postración es el reconocimiento de encontrarse ante una manifestación divina, es un gesto de adoración.
Cuando abren sus ojos sólo ven a Jesús, que les prohíbe que cuenten la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
Duró poco la visión. Jesús volvió enseguida al llano donde le esperaba la rutina de cada día, las incomprensiones de sus mismos discípulos, la gente que quiere escapar del sufrimiento buscando milagros, el encuentro con el pobre epiléptico que amarga la vida de una familia… Donde le espera la subida a Jerusalén y la cruz.
De vez en cuando nos conviene subir al Tabor. Son los oasis que el Señor nos regala en medio del desierto para recuperar fuerzas y otear horizontes nuevos de luz y de sentido. El Tabor nos abre a otras perspectivas, nos permite ver las cosas desde el proyecto de Dios y de su amor. Quizá no veamos al Señor transfigurado, pero nuestro corazón saldrá transfigurado y decidido a seguir a Jesús, a escuchar su Palabra.“Este es mi Hijo amado, escuchadle”, fue la suprema lección del Tabor para los discípulos.
Queremos ser Iglesia en misión, discípulos caminantes. La Cuaresma viene en nuestra ayuda. Necesitamos vivencias de fe que nos pongan en camino. Dios quiere para cada uno de nosotros una vida más plena, aunque comporte alguna dosis de cruz. Busquemos en la Cuaresma algún rato de Tabor. Nos hará bien.