+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

3 de diciembre de 2016

|

91

Visitas: 91

El profeta Isaías y Juan Bautista son las dos luminarias que nos alumbran en el camino del Adviento. La mirada larga de Isaías nos ofrece la que seguramente es su visión más grandiosa. Su soñar despierto abarca todas las aspiraciones del hombre: la búsqueda de Dios y la de la justicia, la paz entre nosotros y la paz con la naturaleza, un mundo inundado por la sabiduría divina como las aguas llenan el océano. Y no es que se tratara de un iluso soñador, sino de alguien realista y lúcido, al que no se le escapaba la gravedad y extensión de la corrupción reinante en la política, en los diversos sectores de la sociedad e incluso en el aparato religioso. Lo suyo no era la ilusión de un soñador ingenuo, sino el coraje y la mirada larga de un hombre de Dios.

La Iglesia nos invita a caminar hacia la Navidad con la esperanza que alumbra el profeta. Pero ¿no será contraproducente alimentar tal esperanza? Porque, de hecho, el Mesías vino y no parece que hayan cambiado mucho las cosas: sigue presente el pecado, las guerras, la corrupción, la violencia.

Esperamos ingenuamente que Dios realice gestos sorprendentes, drásticos, inmediatamente resolutorios. Pero la Navidad nos enseña que el camino de Dios es muy diverso; se parece al de la semilla; no es impaciente ni se impone por la fuerza; respeta los ritmos de la historia; no anula la responsabilidad del hombre ni su libertad. No, Jesús no ha desmentido las esperanzas anunciadas por los profetas; al contrario, las ha hecho suyas, subrayándolas y ensanchándolas, enseñándonos al mismo tiempo que él ha puesto el fundamento, ha trazado la ruta y ha ofrecido su ayuda, pero que nos corresponde a nosotros asumir el encargo.

En la anterior perspectiva se inserta la escena evangélica que describe la misión de Juan el Bautista. Éste nos recuerda que, para hacer el camino, hay que allanar senderos y rebajas diferencias. “Este es el que anunció el profeta Isaías diciendo: Voz que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”.

Necesitamos alertas que nos despierten. Eso era Juan el Bautista, el precursor y vocero de Dios, que gritaba desde la aridez del desierto .Vestido con una piel de camello, sujetada a la cintura con una correa de cuero, y alimentándose de saltamontes y miel silvestre, sus palabras son destellos que iluminan el camino de los hombres. Tiene el encanto de una coherencia que paga a precio de sangre, la de quien sabe que hay que cumplir la misión no para agradar al mundo, sino para ser fiel a Dios.

La gente acudía a él de Jerusalén, de toda Judea, de la zona del Jordán. Acudían por eso, porque veían cumpliéndose en él el anuncio hecho siete siglos antes por el profeta Isaías.

Juan nos habla, sobre todo, a quienes ya formamos parte de la comunidad creyente. No estaba en tierra de paganos, sino que hablaba al pueblo de Dios: “Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras”. Con qué facilidad podemos convertir la religiosidad en un escudo con el que nos defendemos frente a cualquier invitación que nos venga del Evangelio o de nuestra Iglesia; por ejemplo, frente a la invitación a participar en la Misión Diocesana. 

Por eso, en este Adviento de 2016, Juan nos viene a recordar a la gente de Iglesia que no podemos quedar encerrados en unos esquemas que hemos ido haciendo razonables, acomodados a nuestros modos y maneras; que es indispensable redescubrir, en nuestra vida, la frescura de un renovado encuentro con Dios. ¿Cómo, si no, podríamos estar preparados para acoger la novedad y el escándalo de un Dios que se nos da en la pobreza y pequeñez de un recién nacido? Sólo así, quien aspira a vivir una vida de fe logra la fuerza interior que le permite afrontar las dificultades y las contradicciones de la vida.

Juan sabía que la conversión no era sólo obra suya o de su predicación. Tampoco es obra sólo de nuestras fuerzas. Es Cristo el único que pude hacer verdad dentro de nosotros, el único que pude separar la paja de nuestras rutinas y de nuestras resistencias del grano de nuestro verdadero deseo de seguirle. Por eso, Juan clamaba que él no era el Cristo, que él no era el que esperaban, que él era sólo la voz que clama en el desierto, la voz que enmudecería cuando llegara el que era la Palabra…