+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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6 de diciembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap] lo largo de este año litúrgico que hemos comenzado, va ser el evangelista Marcos quien prioritariamente nos acompañe. La tradición ha presentado a este evangelista como discípulo y compañero de Pedro y, por tanto, como transmisor de lo recibido de quien había sido testigo ocular de Jesús. Parece que su evangelio fue redactado en Roma, en torno al año 70, y dirigido a una comunidad de cristianos que venían del paganismo. Comparado con los otros evangelios, es más concreto. Es el relato de un hombre del pueblo, lleno de sabrosos detalles. Pero, dentro de su sencillez, Marcos es también un teólogo, que parece entregarnos el progresivo descubrimiento que Pedro hizo de Jesús. En la primera parte está, unas veces latente y otras, patente, una pregunta: “¿Quién es Jesús?”. Las obras que hace y las palabras que dice no dejan indiferentes, suscitan interrogantes. Pero, curiosamente, Jesús impone el “secreto” sobre su persona. Luego, en la segunda parte de su vida pública, lo irá desvelando poco a poco.

Marcos da un singular valor a Galilea, tierra acogedora y abierta al mensaje, en oposición a Jerusalén, que lo rechaza.

“Comienzo de la Buena Noticia…”. La primera palabra del evangelio de Marcos es la misma que la de la Biblia (“comienzo del cielo y de la tierra” ( Gn.1,1); la misma que utiliza san Juan (“en el comienzo era la Palabra”( Jn. 1,1) y que evocan también a su modo Mateo y Lucas. Es como sugerirnos que, por medio de Jesús, el designio de Dios inicia una nueva partida, como una nueva creación.

La mejor manera de afrontar el tiempo de Adviento sería disponernos a acoger la novedad de Jesús, capaz de crear en nosotros una vida nueva.

Estamos habituados a la palabra “evangelio” (buena noticia), pero aquí no significa un libro, sino la Buena Noticia del Reino de Dios, presente en la persona de Jesús. La palabra viene del profeta Isaías cuando anunciaba a los deportados el fin del destierro: “Consolad, consolad a mi pueblo… Hablad al corazón de Jerusalén y gritadle que se ha cumplido su servidumbre. Súbete a un monte bien alto, tú que traes la buena noticia a Jerusalén…Di a las ciudades de Judá: “Aquí está vuestro Dios”. Mirad el Señor viene, apacienta a su pueblo como un pastor, los congrega con su brazo, toma a los corderitos en su regazo, y conduce con cuidado a las que están criando”. ( Is. 40. 1- ss.)

“Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios”. No se trata simplemente de una buena noticia más, sino de la que trae Jesús, el Hijo de Dios. Estos títulos de Jesús son la clave de todo el relato de Marcos. Volverán a resonar al final del evangelio, cuando un pagano, viéndole morir en la cruz, exclamará: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”. ( Mc. 15,39). “Jesús”, que significa “Dios salva”, era el nombre familiar, que designa el carácter histórico del hombre de Nazaret. “Cristo”, quiere decir “el Ungido del Señor, el Mesías al que Israel esperaba”. “Hijo de Dios” es un título que sólo nos entregará todo sentido en la resurrección.

No es por azar que el evangelio de Marcos comience citando al Antiguo Testamento: “Como está escrito en el libro del profeta Isaías: “He aquí que yo envío mi mensajero por delante, para preparar el camino. En el desierto una voz grita: “Preparad el camino al Señor, allanad su ruta”. El mensajero será Juan Bautista, que aparece en el desierto predicando un bautismo de conversión. Hoy tampoco nos imaginamos que sea posible encontrar a Jesús, en Navidad, sin preparar su venida, sin purificar el corazón.

“Iba Juan vestido con una piel de camello, ceñida con una correa de cuero ala cintura”. Es el vestido típico de los hombres del desierto, de los beduinos. La gente que venía a bautizarse debían dejar el mundo cómodo en que vivían; suponía renunciar a lo fácil. El desierto es un lugar de horizontes abiertos, donde los caminos no están trazados con claridad; es lugar de soledad y silencio, sin distracciones que impidan al hombre encontrarse consigo mismo. Así es como Dios pude hacerse entender, y nosotros escuchar su llamada a la verdad de nuestro ser, dejando que se caigan las máscaras tras las que nos escondemos.

Juan proclamaba: “He aquí que viene uno de tras de mí al que no soy digno de desatar las correas de las sandalias. Yo os bautizo con agua; él os bautizará con Espíritu Santo”. Juan es sólo un introductor de otro, al que no se nombra sólo como “el que viene”.

No podremos encontrar a Jesús en la próxima Navidad si no preparamos el corazón. Si a los exiliados de los tiempos de Isaías les sonaba a miel y a libertad el mensaje del profeta, mejor tenía que sonarnos a nosotros la Buena Noticia de Jesús. El viene a renovarnos con la fuerza de su Espíritu. ¡Preparad el camino al Señor!