+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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5 de diciembre de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]uan Bautista, hijo de Zacarías e Isabel, la prima de María, es uno de los personajes singulares que, cada año, nos acompañan en el Adviento. Le llamamos el “Precursor”, el que va delante preparando el camino. El ministerio de Juan sirve de introducción al de Jesús.
Lucas sitúa la aparición de Juan “en el año quince del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes rey de Galilea…, cuando eran sumos sacerdotes Anás y Caifás”. El evangelista tiene interés en decirnos que la acción de Dios no acontece fuera del mundo, sino que se desarrolla de manera oculta y silenciosa en el interior mismo de los acontecimientos, en el tejido de circunstancias históricas, en las coyunturas económicas, políticas, sociales, culturales y religiosas. Ahí aparece Juan, el último de los profetas, el portador de la palabra, el primer testigo de Jesús.
“Vino la Palabra de Dios sobre Juan Bautista, en el desierto…”. No son los grandes personajes que abren la narración los que van a hacer la verdadera historia. La transformación va a realizarse dentro de las realidades humanas, pero no va a venir de la idolatría de las ideologías, ni de los poderes de turno, ni de las estructuras políticas. Va ser una Palabra que viene de más allá, de Dios, la que va a dar lugar a la verdadera novedad que cambiará el curso de la historia.
Es una palabra que, paradójicamente, le llega a Juan en el desierto, lejos de los ruidos trepidantes y de los mensajes alienantes, lejos de las distracciones y el aturdimiento, desde donde no llegan los anuncios de la sociedad del consumo, donde el hombre se enfrenta a lo esencial y las plantas crecen para adentro. Los verdaderos profetas vienen siempre del desierto, con el corazón purificado y el rostro encendido. Necesitamos hacer silencio para escuchar los pasos de el que viene a nuestro encuentro, del Señor.
Pero Juan no se queda en el desierto; sale al encuentro de la gente, busca un lugar estratégico, de paso obligado, la rivera izquierda del Jordán, al este de Jericó, donde los ingleses construirían muchos siglos después el puente Allenby, el lugar más apto para franquear el río.
“Predicaba Juan un bautismo de conversión”. El hombre de la soledad y del desierto se convierte en altavoz, con el potenciómetro al máximo de decibelios (La palabra griega “kerigma” significa grito. Y la palabra “bautismo” evoca los baños rituales que hacían diariamente los miembros de la cercana comunidad esenia para lavar sus cuerpos e incitar sus almas a la purificación, sumergiendo todo el cuerpo en la piscina o en el río).
La conversión no era una cuestión sólo cerebral, era un cambio de, exteriorizado en un acto público de lavar, sumergir y ahogar la vida anterior, a fin de que renaciera una nueva vida. Es la imagen que, luego, tomaría Pablo para hablar del bautismo cristiano. Una imagen también preciosa para referirse al sacramento de la penitencia, como segundo bautismo de purificación y conversión para los que, tanta veces, volvemos a las andadas.
La conversión es un retorno a Dios, pues la vida cristiana no es un puro humanismo entre otros humanismos. Comporta, eso sí, un cambio moral radical, tanto en el orden personal como en el social. El de Juan era también un bautismo para el perdón de los pecados. El perdón es un acto de Dios ofrecido a todos, pero que necesita ser acogido libremente.
“Preparad el camino al Señor, enderezad los senderos, allanad los caminos, que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, lo escabroso se iguale…”. Así gritaba Juan, el cantor y allanador de caminos, como quien invitaba a trabajar en una empresa gigantesca y común. Lo suyo no era ciertamente intimismo barato y sentimental. A Juan sólo le movía un fin tan universal como el proyecto amoroso de Dios para el mundo.
Juan insiste en lo de igualar. Que no somos iguales los humanos, o que `unos somos más iguales que otros`, es un axioma que no hay que demostrar. Ni era, ni es tarea fácil la de igualar. Llevamos metido en la médula de los huesos el deseo de sobresalir, de ser más, poder más, tener más. Aceptamos el igualar mientras se está abajo, donde “igualar” equivale a subir. Menos se habla ya cuando se está arriba, donde equivale a descender para que otros suban. Igualar es acortar las distancias entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, hombre y mujer; es acabar con la dominación de unos sobre otros. Sólo el que rehace servidor bajándose y poniéndose a disposición del otro es promotor de igualdad. Por eso, el Evangelio es Buena Noticia para todos los que sufren la marginación, para los que teniendo los mismos derechos, como los demás, no pueden ejercerlos.
“Y todo hombre verá la salvación de Dios”. La obra de Dios no es de condena, sino de salvación. Sólo condena lo que esclaviza e impide que todo hombre dé la talla de hijo de Dios y hermano de los otros hombres. El adviento es tiempo de esperanza, pero la esperanza es activa, siempre va vestida con traje de faena.