+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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8 de diciembre de 2012
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¿Recordáis?: “[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]e[/fusion_dropcap]rase una vez… hace mucho siglos, en un país lejano…”. Así empezaban los cuentos que avivaban nuestra imaginación infantil. No había fechas concretas y los lugares eran indefinidos. Una cosa es la historia y otra, las historietas.
El evangelista ha tenido interés en situar lo que cuenta en un lugar y una época bien concreta de la humanidad: “el año 15 del reinado del Emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisandro tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás….”.
Quiere decirnos que la acción de Dios no acontece fuera del mundo, sino que se desarrolla de manera oculta y silenciosa en el interior mismo de los acontecimientos, en unas circunstancias históricas bien concretas, en una determinada coyuntura económica, política y religiosa.
Es en ese tiempo, entre los años 28-29, que “vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto”. Juan Bautista, hijo de Zacarías e Isabel, la prima de María, es uno de los personajes singulares que, cada año, nos acompañan en el Adviento. Le llamamos el “Precursor”, el que va delante preparando el camino. El ministerio de Juan sirve de introducción al de Jesús.
Dios interviene llamando a los hombres, y cuando éstos secundan esa llamada puede hacer cosas grandes con ellos. Pensemos en Francisco de Asís, en Teresa de Calcuta, en tantos y tantos otros que han escuchado en su corazón esa llamada. No son los grandes personajes que abren la narración los que van a hacer la verdadera historia. La transformación va a realizarse dentro de las realidades humanas, pero no va a venir de los poderes de turno, ni de las estructuras políticas o religiosas. Va ser una Palabra que viene de más allá, de Dios, la que va a dar lugar a la verdadera novedad que cambiará el curso de la historia.
Pero, ¿cómo estar seguros de que era Dios y no su imaginación?, ¿cómo percibir la voz de Dios en medio de esa barahúnda ambiental? Es una palabra que se escucha y se discierne “en el desierto”. Para escuchar es necesario el silencio, apartarse de las distracciones y de los ruidos trepidantes, situarse allí donde no llegan los anuncios de la sociedad de consumo, donde el hombre no puede eludir las preguntas esenciales, donde se escucha latir al corazón, donde dicen que las plantas crecen para adentro. Los verdaderos profetas siempre vienen del desierto, con el con el corazón purificado y el rostro encendido.
Pero Juan no se queda en el desierto; sale al encuentro de la gente, busca un lugar estratégico, de paso obligado, la rivera izquierda del Jordán, al este de Jericó, donde los ingleses construirían muchos siglos después el puente Allenby, el lugar más apto para franquear el río.
“Predicaba Juan un bautismo de conversión”. El hombre de la soledad y del desierto se convierte en altavoz (La palabra griega “kerigma” significa grito. Y la palabra “bautismo” evoca los baños rituales que hacían diariamente los miembros de la cercana comunidad esenia para lavar sus cuerpos e incitar sus almas a la purificación).
La conversión no era una cuestión sólo cerebral, comportaba un retorno a Dios, un cambio moral radical, tanto en el orden personal como en el social. Se exteriorizaba en un acto público de lavar, sumergir y ahogar la vida anterior, a fin de que renaciera una nueva vida. Es la imagen que, luego, tomaría Pablo para hablar del bautismo cristiano.
“Preparad el camino al Señor, enderezad los senderos, allanad los caminos, que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, lo escabroso se iguale…”. Así gritaba Juan, el cantor y allanador de caminos. Lo suyo no era ciertamente intimismo barato y sentimental. A Juan sólo le movía un fin tan universal como el proyecto amoroso de Dios para el mundo.
Juan insiste en lo de igualar. Igualar es acortar las distancias entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, hombre y mujer; es acabar con la dominación de unos sobre otros. Sólo el que se hace servidor bajándose y poniéndose a disposición del otro es promotor de igualdad. Por eso, el Evangelio es Buena Noticia para todos los que sufren la marginación, para los que teniendo los mismos derechos, como los demás, no pueden ejercerlos.
“Y todo hombre verá la salvación de Dios”. La obra de Dios no es de condena, sino de salvación. Sólo condena lo que esclaviza e impide que todo hombre dé la talla de hijo de Dios y hermano de los otros hombres. El adviento es tiempo de esperanza, pero la esperanza es activa, siempre va vestida con traje de faena.