+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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5 de diciembre de 2015
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No se trata de una de esas encantadoras historietas de “érase una vez, en un país lejano”, sin fechas concretas ni lugares definidos, que encandilan la imaginación infantil. El evangelista ha tenido interés en situar lo que cuenta en un lugar y en una época bien concreta de la humanidad: “El año 15 del reinado del Emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisandro tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás…”. Con ello quiere decirnos que la acción de Dios no acontece fuera del mundo, sino que se desarrolla de manera oculta y silenciosa en el interior mismo de los acontecimientos, en unas circunstancias bien concretas, en una determinada coyuntura económica, política y religiosa. Es en la historia, en nuestra historia cotidiana, donde Dios hace sentir su voz. Dios no es un mito, ni una leyenda, no es una construcción fantástica o una necesidad del hombre transformada en divinidad. Él es el viviente, el que llama, el que nos llama con nuestro nombre hasta hacernos sentir únicos y amados.
En ese contexto “vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán predicando un bautismo de conversión…”. Para que Dios pueda hablar es necesario que uno escuche; y para entender es necesario un verdadero silencio. Por esa razón está Juan en el desierto. El silencio allí es tan profundo que el corazón está en paz. Del silencio brota también el canto. Dicen que ya no cantamos porque estamos invadidos por el ruido. Qué admirable lo de Don Antonio Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien habla solo espera hablar a Dios un día-“.
La respuesta de Juan suena a diligencia, a prontitud, lo contrario a pereza, pasividad o inercia. Su mensaje es cortante como un hacha: “Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios”. Son palabras de esperanza, invitación a levantar el ánimo, a arrancar miedos, a despertar ilusiones nuevas.
Hay mucho que allanar y mucho que rebajar; hay mucho que enderezar: Hay muchas cosas que nos entristecen y nos hacen sufrir: el hambre, la falta de equidad, las guerras y sus consecuencias, el paro, esa catástrofe humanitaria de inmigrantes y refugiados, que no amaina, llamando a las puertas de Europa. En nuestro mismo entorno podemos encontrar jóvenes y adultos destrozados por la droga, personas vacías de ideales, familias rotas, hombres y mujeres esclavos de su propio egoísmo, niños desatendidos o mal orientados. ¡Qué difícil así soñar con paraísos!
Dios, por medio de Juan el Bautista nos llama en este adviento. Querer escuchar su voz en otro sitio que no sea el desierto es como querer escuchar el viento bajo el agua. Pero el desierto no es necesariamente un lugar físico, aunque el desierto físico contribuya a entender y calibrar el valor de las cosas. El desierto es, sobre todo, un lugar espiritual, una conciencia que nos invade.
El adviento pretende preparar el corazón para un encuentro, el encuentro con quien es el rostro de la misericordia del Padre Dios; es disponernos para que en cada uno de nosotros vuelva a ser Navidad.