+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de febrero de 2009
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El pasado miércoles la liturgia nos introducía en el tiempo de Cuaresma. Son cuarenta días proyectados hacia la Pascua, que marcan un camino de renovación y conversión. La conversión, como la primavera, hay que ir preparándola lentamente, sin prisa pero sin pausa.
La lección empieza ya en el mismo Miércoles de Ceniza. El ramo verde del viejo olivo, quemado y reducido a un puñado de nada, nos recuerda nuestra realidad esencial: Que por importantes que nos creamos, somos bastante poca cosa, polvo y ceniza; que nuestros días son breves; que nuestra estructura es frágil y nuestra gloria efímera. ¡Sugerente el humilde sacramental de la ceniza! Y Dios es tan bueno que puede transformar, a golpes de amor, en gracia hasta esa nada que queda cuando el pasa el incendio.
Necesitamos abrimos a Dios, a la verdad, al bien, a la belleza. Cuando el hombre se cierra en sí mismo, en su autosuficiencia, acaba encontrándose, antes o después, con el vacío y la nada.
En una entrevista realizada para el diario francés Le Figaro al pensador A. Gkucksmann, manifestaba éste que nuestro mundo está afectado globalmente por el nihilismo, ese extraño virus que se desarrolla cuando se pone el hombre en el lugar de Dios. Cuando eso sucede, la libertad no se siente servidora del bien y de la verdad, sino su dueña; se pierde, según el pensador citado, la conciencia del mal; se inocula en nosotros el convencimiento de que todo vale, de que todo está permitido, que tal es la ideología con que se hace visible el nihilismo.
Los grandes intereses que mueven el mundo han encontrado un filón económico en el caldo de cultivo del nihilismo, en la explotación del “todo vale”. Y ello, con la aquiescencia de un pueblo en que nos creemos soberanos, pero que no pasamos de consumidores dóciles.
Probablemente, para muchos, la Cuaresma pertenece a ese pasado, denostado y ridiculizado, que se recuerda con más pena que gloria. Y, sin embargo, la Iglesia nos la sigue ofreciendo como “un tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos”. Es el retiro anual que nos da la oportunidad de encontramos Dios, con nosotros mismos, con los otros, sin maquillajes ni autoengaños, en sinceridad y verdad.
La liturgia de este primer domingo de Cuaresma nos invita a caminar con Jesús al desierto. En el desierto se vive de lo esencial. En la soledad maduran las palabras, aprenden a hacerse verdaderas. En la soledad madura el hombre y aprende a crecer para dentro, como dicen que crecen las plantas del desierto.
Que Jesús experimentó la tentación no es una broma; es un dato constatado por los evangelios. Seguramente le acompañó a lo largo de toda su vida, hasta la cruz, aunque los evangelistas la sitúen en el desierto y en cuadro elaborado con finalidad catequética.
La tentación nos habla de la verdad de la Encarnación y del camino humilde que Jesús siguió en su tarea mesiánica. En el fondo, es la tentación con que los creyentes tentamos a Dios pidiéndole que deje de ser el Dios escondido y manifieste su poder y su fuerza para sacarnos de las menesterosidades que acompañan a la existencia humana. Es, también, la tentación en que se refugian muchos no creyentes, para negar a Dios, porque no toleran su aparente silencio ante el sufrimiento de los inocentes.
Nos gustaría un Dios poderoso, evidente, no encarnado en la condición humana; un Dios un poco más razonable, un poco más racional, no el Dios crucificado. “Puesto que eres el Hijo de Dios bájate de la cruz, convierte las piedras en panes, asombra a todos con tu poder, hazte el dueño del mundo”.
Así Dios nos habría revelado, desde la prepotencia, lo que pueden el poder y la fuerza. Hubiéramos sido así poco más que marionetas movidas por la mano invisible del todopoderoso que maneja los hilos. Pero Él ha querido manifestarnos otra fuerza: la del amor, que sólo se revela desde abajo, compartiendo limitaciones y pobrezas. El silencio de Dios no es tal, se ha hecho Palabra elocuente en Jesús, dándose hasta la muerte. El silencio de Dios es también el espacio de nuestra responsabilidad.
Es verdad, como yo decía hace poco, que Jesús hizo algunos milagros forzado por el grito angustioso de los necesitados, por la fe y la confianza irresistible de los que acudían a él; porque la compasión le rompía las entrañas. Aquellos milagros tenían el carácter de signos acreditativos de que el Reino de Dios estaba presente en su vida y que, por tanto, la plenitud de la salvación ya estaba operante en el mundo. Eran, en definitiva, como vislumbre del cielo nuevo y de la tierra nueva presentes ya en su vida y su persona. Pero siempre pedía discreción: “No lo cuentes a nadie”. El Dios de Jesús es desconcertante: “Escándalo para los judíos, que pedían milagros; locura para los paganos, que buscaban sabiduría; fuerza, poder y sabiduría de Dios para los llamados a la salvación”.
La Cuaresma va acompañada de tres signos: La oración, el ayuno y la limosna. La oración nos ayuda a encontrarnos con el Dios escondido y con nosotros mimos. El ayuno abre el corazón y nos invita a la austeridad. La limosna enseña a configurara la vida desde la misericordia y la solidaridad. Frente a la frivolidad, la autosuficiencia y el individualismo, he ahí tres medios eficaces para abrirnos al encuentro con nosotros mismos, con los otros, con Dios. A ello nos invita también Benedicto XVI en su mensaje cuaresmal.