+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de febrero de 2007

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El pasado miércoles la liturgia nos introducía en el tiempo de Cuaresma. Son cuarenta días proyectados hacia la Pascua, un tiempo de renovación y conversión. La conversión, como la primavera, hay que irla preparando lentamente, sin prisa pero sin pausa.

La lección empieza ya en el mismo Miércoles de Ceniza. El ramo verde del viejo olivo, quemado y reducido a un puñado de nada, nos recuerda nuestra realidad esencial: que por importantes que nos creamos, somos bastante poca cosa, polvo y ceniza; que nuestros días son breves; que nuestra estructura es frágil y nuestra gloria efímera. ¡Sugerente el humilde sacramental de la ceniza! Y Dios es tan bueno que puede transformar en gracia hasta esa nada que queda cuando el incendio pasa.

Necesitamos abrimos a Dios, a la verdad, al bien, a la belleza. Cuando el hombre se cierra en sí mismo, en su autosuficiencia, acaba encontrándose, antes o después, con el vacío y la nada.

En una entrevista realizada para el diario francés Le Figaro al pensador A. Glhucksmann, manifestaba éste que nuestro mundo está afectado globalmente por el nihilismo, ese extraño virus que se desarrolla cuando se pone el hombre en el lugar de Dios. Cuando eso sucede, la libertad no se siente servidora del bien y de la verdad, sino su dueña; se pierde, según el pensador citado, la conciencia del mal; se inocula en nosotros el convencimiento de que todo vale, de que todo está permitido, que tal es la ideología con que se hace visible el nihilismo.

Si esto es así, tendríamos que pensar muy en serio todos -padres, educadores, políticos- qué cultura, que civilización estamos construyendo. Tendríamos que pensar y preocupamos, porque el nihilismo es, a la corta y a la larga, peligroso, dañino, devastador.

Los grandes intereses que mueven el mundo mediático han encontrado un filón económico en el caldo de cultivo del nihilismo, en la explotación del “todo vale”. Y ello, con la aquiescencia de quienes, creyéndonos soberanos, acabamos siendo consumidores dóciles. El desprecio a determinados comportamiento del pasado, a base de resaltar hasta la desmesura los perfiles ridículos que acompañan a todas las épocas, hasta las más gloriosas, es la coartada para que pasen inadvertidos, ungidos incluso con el toque atractivo de progresismo, determinados modos y usos del tiempo presente.

Probablemente, para muchos, la Cuaresma pertenece a ese pasado, denostado y ridiculizado, que se recuerda con más pena que gloria. Y, sin embargo, la Iglesia nos la sigue ofreciendo como “un tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos”. Es el retiro anual que nos da la oportunidad de encontramos Dios, con nosotros mismos, con los otros, sin maquillajes ni autoengaños, en sinceridad y verdad.

Hay que caminar con Jesús al desierto. En el desierto se vive de lo esencial. En la soledad maduran las palabras, aprenden a hacerse verdaderas. En la soledad madura el hombre y aprende a crecer para dentro, como dicen que crecen las plantas del desierto.

Recuerdo que en un coloquio con el filósofo D. Julián Marías alguien le preguntó por el remedio para despertar y reaccionar con sentido crítico y creativo frente al ambiente envolvente. El buen filósofo, desde la sabiduría y experiencia de sus muchos años, sólo tenía un consejo: “Dedicar cada día unos minutos a pensar de verdad”. Traducido a lenguaje cuaresmal sería dedicar un tiempo a la oración.

Frente a la frivolidad, la autosuficiencia, el consumismo y el individualismo, el Evangelio nos ofrece tres medios, tres provisiones para hacer con éxito el camino cuaresmal: La oración, el ayuno y la limosna. La oración abre el corazón a Dios; el ayuno nos educa en la austeridad, nos enseña a liberar el corazón de egoísmos; la limosna nos ayuda a configurar la vida desde la misericordia y la solidaridad. Tres medios eficaces para abrimos al encuentro con nosotros mismos, con los otros, con el otro.