+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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9 de febrero de 2008
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Ante el cristianismo, dice el teólogo G. de Cardedal, se pueden vivir dos movimientos de signo contrario: hay épocas en que la persona de Cristo, la potencia sanadora de su vida, la fascinación de su mensaje, la experiencia espiritual surgida de él, la comunión y solidaridad por él suscitada, la santidad de tantos hombres y mujeres, admirables creadores de palabra, misericordia y arte, nos hacen sentirlo como lo más cercano a nuestras necesidades más profundas, como lo más entrañable a nuestro ser. Entonces Cristo es redescubierto como la suprema expresión humana de lo divino, como la suprema expresión divina de lo humano.
Pero existen también otras épocas en que el cristianismo aparece tan lejano a la vida humana y se siente tanto su extrañeza, que estamos tentados a preferir nuestra nuda humanidad al reto y riesgo que supone la fidelidad al Evangelio. En una Europa, que parece instalada en lo que se ha llamado “la cultura de la satisfacción”, resulta cuado menos chocante situar como centro del cristianismo a un ajusticiado en el madero de una cruz. La consigna de Nietzsche, lanzada hace más de cien años, “Dionisio contra el Crucificado” ha tomado cuerpo en la cultura de la postmodernidad: El goce sin límites, el delirio de la fiesta o el éxito a toda costa cotizan hoy a la alta.
La liturgia del primer domingo de cuaresma nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, lo que no ha dejado de sonar escandaloso siempre a algunos oídos pietistas: “¿Jesús tentado?”. Pero esa es la verdad de la encarnación.
El evangelio seguramente con una finalidad catequética ha concentrado en una bellísima narración las tentaciones que debieron ser algo que acompañó a Jesús hasta la cruz. El evangelista las ha colocado en el desierto, ese lugar en que por no haber escapatorias y distracciones el hombre tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su identidad y su misión.
Las tentaciones debieron rebrotar sobre todo en los momentos en que se endurecía la oposición a Jesús y se hacía tan dura su misión que pareciera estar abocada al fracaso. ¿El tentador hizo aflorar a la conciencia de Jesús, apelando a su condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, la posibilidad de tomar un camino que haría más fácil su tarea y más exitosa su misión? Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies, todo habría sido como un desfile de victoria.
Lo que pasa es que así nos habría revelado lo que se puede lograr con el poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo redime el que comparte y compadece con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.
En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla, donde éste ha sido encerrado, se encuentra una muy sugerente interpretación psicológica de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al tentador, que conoce tan bien a los hombres y que tan bien sabe manejarlos. Los hombres, le viene a decir, más menos, aunque parecen buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de pan, de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, ofrecías una libertad tan exquisita que así acabaste: sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.
Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende, sobre todo cuando lleva la marca de progresía.
A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, ha de enfrentarse la Iglesia en cada nuevo recodo de la historia. Y a ellas tiene que enfrentarse cada cristiano hoy. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.
El mensaje de Benedicto XVI para esta Cuaresma lleva un título significativo: “Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por nosotros se hizo pobre” (2 Co.8, 9). La Iglesia nos sigue invitando al desierto de la cuarentena como lugar de purificación y de encuentro. Allí empezó Jesús a librar su batalla a solas, sin seguridades en que apoyarse, desgastado por el hambre y por la sed, sostenido sólo por la Palabra de Dios. En el desierto nos preparamos para saborear el agua viva de la Pascua, el pan de la liberación.
Y junto al desierto, los otros signos cuaresmales: el ayuno, la oración y la limosna. A algunos pueden resultarle anacrónicos, pero habrá que descubrir su significado hoy. Por ejemplo: ¿No estaría bien ayunar para empezar a vivir la comunicación de bienes con los que ayuna cada día? ¿No estaría bien hacer abstinencia de algunas horas de televisión para mirar a los ojos a los de casa, para comunicarnos más en familia, para comentar juntos un libro o una película, para hacer un rato de oración , para constatar que no es lo mismo la realidad que la publicidad; para acompañar a quienes están solos?
El triunfo de Jesús brilla en la Pascua. Pero a la Pascua se llega pasando por la Cuaresma, la Pasión y la Cruz.