+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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20 de febrero de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]esde que empezó el adviento hemos ido saboreando, paso a paso, domingo tras domingo, los misterios de gozo: la espera, el nacimiento, la infancia, los primeros pasos de ministerio público de Jesús.

El miércoles pasado – «de ceniza»- la liturgia daba un giro brusco. Nos enfrentaba con nuestra condición de pecadores y se nos invitaba, con palabras graves, a la conversión. Era como pasar de la frescura del oasis a la austeridad del desierto.

Y al desierto se va Jesús a presentar cara a la tentación. “Bajo el sol de Satán” tituló Bernanos una de su novelas. El bien y el mal, la luz y las tinieblas, el trigo y la cizaña son las dos llamadas que resuenan tercamente en el interior misterioso del hombre, y con las que Jesús, en su condición de verdadero hombre, tuvo que enfrentarse. Es el primer acto de un drama que se adivina duro y cruento. Empiezan los misterios de dolor. Es pasar del día a la noche. La noche también es necesaria. Sin noche no habría amanecer, ni la luz del nuevo día tendría sabor de victoria.

El desierto fue para el pueblo hebreo como una larga noche: Lugar de paso hacia la Tierra de la Promesa, lugar de purificación y de esperanza, de batallas y encuentros.

En el desierto empezó Jesús a librar su batalla a solas, sin seguridades en que apoyarse, desgastado por el hambre y la sed, sostenido sólo por la palabra de Dios.

En la cuaresma somos también nosotros invitados a entrar en el desierto. Desierto del silencio y la oración, de la austeridad y la calma, del encuentro con el propio yo, con los otros, con Dios. T. Merton, especialista en soledades, aseguraba que “la soledad deliberada nos ayuda no sólo a amar a Dios, sino también a los hombres”. En el desierto cuaresmal nos vamos preparando para saborear un día el agua viva de la Pascua y el pan de la liberación. En el desierto entendemos que necesitamos algo más que un retoque o un lifting, como dicen ahora. Necesitamos ojos nuevos, mente nueva y corazón nuevo. Necesitamos a Dios.

Os recuerdo los que han sido siempre, además del desierto, signos de la cuaresma:
La ceniza, que habla de caducidad. Somos polvo, pero tenemos que ser, como decía Quevedo, «polvo enamorado». Lo que da peso y densidad a nuestra vida es el amor.

El ayuno y la abstinencia, que hablan de privación. No se trata de guardar la línea, sino de ayunar para dominarnos a nosotros mismos y para crecer en hondura, en libertad y solidaridad con los que a diario practican un ayuno forzoso.

La limosna, que habla de misericordia. El amor sólo es verdadero cuando lleva a compartir lo que somos y tenemos.

La oración, que habla del encuentro con Dios, con nosotros mismos, con los otros, de descubrir la vida como gracia y misión.

En nuestro tiempo lo del ayuno y la abstinencia suena a algo trasnochado. La Iglesia lo conserva no sólo por lo que es, sino por lo que significa. Nosotros tendremos que traducirlo a nuestro hoy. Por ejemplo:
-Hacer abstinencia y ayuno de cosas superfluas para vivir más intensamente la comunión de bienes.

-Hacer abstinencia y ayuno de algunas horas de televisión para mirar a los ojos a los de casa, para comunicarnos más en la familia, para comentar juntos un libro o una película, para hacer un rato de oración, para pensar en cuánto nos sobra a nosotros y cuánto falta a otros, para constatar que la realidad no es lo mismo que la publicidad.

-Hacer abstinencia y ayuno de vivir obsesionados por nuestros bienestar o nuestra imagen para dedicar un rato a visitar a un enfermo, acompañar a alguien que esté solo, colaborar con alguna organización dedicada a los que no tiene imagen…

Por ahí apunta la palabra profética: «El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, dejar libres a los oprimidos, hospedar a los pobres sin techo, partir tu pan con el hambriento, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a quien es tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (cf.Is.58, l-9).

Ayunar para experimentar, como un amanecer luminoso, la alegría pascual.