+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de marzo de 2011

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En esta Europa nuestra, que parece haberse instalado en lo que se ha llamado “la cultura de la satisfacción”, resulta cuado menos chocante para algunos seguir creyendo y esperando en un ajusticiado en los maderos de una cruz. La obra póstuma de Nietzsche “Ecce Homo”, publicada ocho años después de su muerte, porque el autor la dejó sin corregir al caer en un ataque de locura que le acompañó hasta su final, concluye con el más radical desafío: “Dionisio contra el Crucificado”. Dionisio, equivalente al dios Baco de los romanos, era el dios del ditirambo, de la pasión, de la juerga, del placer, de la borrachera… Aquel desafío ha tomado cuerpo en la actual cultura de la postmodernidad, donde el goce sin límites, el delirio de la fiesta o el éxito a toda costa .cotizan a la alta. ¿Se puede, en un contexto así, seguir confiando y poniendo el sentido de la vida  en un crucificado?

La liturgia del primer domingo de cuaresma nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto. Lo de las tentaciones no ha dejado de sonar escandaloso a algunos oídos pietistas: “¿Jesús tentado?”. Pero esa es la verdad de la encarnación.

El evangelista, con una finalidad catequística, ha concentrado en una narración ordenada las tres tentaciones y las ha situado en el desierto, ese lugar en que el hombre, por no haber escapatorias y distracciones, tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su identidad y su misión.

Las tentaciones seguramente le acompañaron a Jesús a lo largo de todo su ministerio, hasta la cruz. Debieron de manifestarse con una fuerza especial en los momentos en que se endurecía contra él la oposición y se hacía tan dura su misión que pareciera estar abocada al fracaso.

El tentador, apelando a la condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, le sugiere a Jesús la posibilidad de tomar un camino que le haría más fácil su tarea y más exitosa su sagrada misión. Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies, todo habría sido como un desfile de victoria. Pero Jesús las rechaza apelando a la palabra de Dios.  

Secundando la propuesta del tentador, es decir, vendiendo su alma al diablo, Jesús habría seguido un camino hasta más lógico; nos habría revelado lo que se puede lograr con el poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo redime el que comparte y compadece con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.

En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla, donde éste ha sido encerrado, se encuentra una muy sugerente interpretación psicológica de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al tentador; pues él sí que conocía bien a los hombres y, por eso, sabía manejarlos con tanta eficacia. Los hombres, le viene a decir, aunque parecen buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de pan, de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, ofrecías una libertad tan exquisita que así acabaste, sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.

 

Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende, sobre todo cuando lleva la marca de progresía.

A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, ha de enfrentarse la Iglesia en cada nuevo recodo de la historia. Y a ellas tiene que enfrentarse cada cristiano hoy. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.

La Iglesia nos sigue invitando al desierto de la cuarentena como lugar de purificación y de encuentro. Allí empezó Jesús a librar su batalla a solas, sin seguridades en que apoyarse, desgastado por el hambre y por la sed, sostenido sólo por la Palabra de Dios. 

Y junto al desierto, recordemos los otros signos cuaresmales: el ayuno, la oración y la limosna. A algunos pueden resultarle anacrónicos, pero habrá que descubrir su significado hoy. Veamos: ¿No estaría  bien ayunar para empezar a vivir la comunicación de bienes con los que ayunan cada día? ¿No estaría bien hacer abstinencia de algunas horas de televisión para mirar a los ojos a los de casa, para comunicarnos más en familia , para comentar juntos un libro o una película, para hacer un rato de oración , para constatar que no es lo mismo la realidad que la publicidad; para acompañar a quienes están solos?