+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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25 de febrero de 2012
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l miércoles pasado daba comienzo la Cuaresma, tiempo de preparación para la Pascua, con el rito simbólico de la imposición de la ceniza. Es un símbolo que en su escueta simplicidad habla al corazón y a la fe. La ceniza nos recuerda que también nosotros llevamos grabada en nuestro ser la fecha de caducidad. Por importantes que nos creamos, nuestro destino, sin Dios, sería bien poca cosa: polvo y ceniza. Y se nos invitaba a la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio”.
En la vida hay tiempos para la diversión y tiempos para la conversión. La Cuaresma se asocia, por desgracia, a la negatividad, a la tristeza, a la prohibición: lo opuesto al regocijo y desenfreno del Carnaval. Pero ¿por qué no verla como una cura interior de rejuvenecimiento espiritual, como llamada al encuentro con la verdad más profunda del hombre, como un proceso de sanación y no de destrucción, como tiempo de renovación y de gracia?
Asociada desde los primeros siglos de la Iglesia a la preparación intensiva de quienes iban a ser bautizados en la Vigilia Pascua, la Cuaresma nos llama a los ya cristianos a renovar nuestro bautismo, por el que nos incorporamos a Cristo para caminar en una vida nueva.
¿De qué renovarnos si se tiene la sensación de que en la cultura actual han desaparecido la tentación y el pecado? Pero la tentación la padece todo hombre. Algunos en grado tan profundo que ni siquiera la descubren, porque ya ni siquiera ven en qué abismos están sumidos ni a qué cimas están llamados. Quien dice que no padece tentaciones es que o no ha traspasado el umbral de los instintos, o no se ha reconocido como sujeto de una libertad y destinatario de una misión.
¿Y qué decir del pecado? Cuando nos asomaos al pozo interior de nosotros mismos o escrutamos los interiores de nuestra sociedad, en vez de descubrir el agua limpia que refleja la imagen de Dios que somos, ¿no nos encontramos con el río revuelto, donde chapotean entre el lodo los siete pecados capitales del viejo catecismo? En ese caldo de cultivo pululan los gérmenes que, a la larga, se convertirán en monstruos de violencia, de corrupción y de muerte. “Del corazón del hombre -decía Jesús- salen las malas intenciones, asesinatos, adulterios, robos, injurias.”.
A eso mismo se refería también Jesús, cuando, en sus diatribas con los fariseos, hablaba de los sepulcros, blanqueados y bonitos por fuera, pero por dentro llenos de inmundicias. ¿Y quién no lleva dentro su buena dosis de fariseo? Porque en nuestra sociedad es floreciente el mercado de los cosméticos y los avances de la cirugía estética, pero escasean los laboratorios de ética. Las estructuras generadoras del hambre y la injusticia, los racismos y las guerras, antes de ser monstruos en la sociedad son larvas que se desarrollan en la intimidad.
“Ahora es tiempo de gracia; ahora es el día de la salvación”, nos dice la liturgia.
La liturgia del primer domingo de cuaresma nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, lo que no ha dejado de sonar escandaloso siempre a algunos oídos pietistas: “¿Jesús tentado?”. Pero esa es la verdad de la encarnación.
El evangelio, seguramente con una finalidad catequética, ha concentrado en una admirable narración las tentaciones que debieron de ser algo que acompañó a Jesús hasta la cruz. Debieron de manifestarse con una fuerza especial en los momentos en que se endurecía contra él la oposición y la misión se hacía tan dura que pareciera estar abocada al fracaso.
El evangelista las ha colocado en el desierto, ese lugar en que el hombre, ayuno de escapatorias, de vanidades y de comodidades, tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su identidad y su misión.
El tentador, apelando a la condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, le sugiere a Jesús la posibilidad de tomar un camino que le haría más fácil su tarea y más exitosa su sagrada misión. Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies, todo habría sido como un desfile de victoria. Pero Jesús las rechaza apelando a la palabra y a la voluntad de Dios.
Secundando la propuesta del tentador, es decir, vendiendo su alma al diablo, Jesús habría seguido un camino hasta más lógico; nos habría revelado lo que se puede lograr con el poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo se revela el amor y sólo se redime com-partiendo y com-padeciendo con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.
En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla donde éste ha sido encerrado, se encuentra una muy sugerente interpretación psicológica de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al tentador; pues él sí que conocía bien a los hombres y, por eso, sabía manejarlos con tanta eficacia. Los hombres, le viene a decir, aunque parecen buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de pan, de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, ofrecías una libertad tan exquisita que así acabaste, sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.
Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende, sobre todo cuando lleva la marca de progresía. A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, han de enfrentarse la Iglesia y cada creyente en cada nuevo recodo de la historia. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.