+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de marzo de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]ada año, en el primer domingo de Cuaresma, escuchamos el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto. Pero ¿tiene sentido todavía la Cuaresma? ¿Se puede seguir hablando de tentaciones y pecados? ¿Se puede seguir confiando y poniendo el sentido de la vida en un crucificado?
“Queramos reconocerlo o no, la tentación la experimenta todo hombre Y quien dice que no padece tentaciones es que no ha traspasado el umbral del instinto; no se ha reconocido como sujeto de una libertad ni destinatario de una misión; no ha conocido a Dios” (G. de Cardedal).
¿Qué es la tentación? Puede ser útil ayudarnos de la primera lectura que nos ofrece la liturgia de este domingo. En ese texto (Gn 3, 1-7) encontramos la mítica narración de la serpiente que tienta a Eva. Seguro que el autor, al elegir la serpiente como símbolo de la tentación, tenía en mente la imagen de la peligrosísima víbora palestinense. Es un animal de apariencia inofensiva; sus dimensiones no parecen justificar su peligrosidad. No mete ruido, aparentemente no es agresiva, se confunde con el color del terreno, pero mata. Dice el texto que “era más astuta que las demás bestias del campo”. La tentación vive de su ambigüedad radical
El evangelista, con una finalidad catequética, ha concentrado las tentaciones de Jesús en una narración ordenada. Se sitúan, como las tentaciones de Israel, en el desierto, ese lugar en que el hombre experimenta su menesterosidad, no puede acudir a escapatorias y distracciones, tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su identidad y su misión.
Las tentaciones nos hablan de la verdad de la encarnación del Hijo de Dios. Seguramente le acompañaron a Jesús a lo largo de todo su ministerio, hasta la cruz. Debieron de manifestarse con una fuerza especial en los momentos en que se endurecía contra él la oposición y se hacía su misión tan dura que pareciera estar abocada al fracaso.
El Tentador, apelando a la condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, le sugiere la posibilidad de tomar un camino que le haría más fácil su tarea y más exitosa su sagrada misión. Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies, todo habría sido como un desfile de victoria. Pero Jesús lo rechaza apelando a la Palabra de Dios.
De haber secundado las propuestas del Tentador, es decir, vendiendo su alma al diablo, habríamos visto lo que se puede lograr con la armas del poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo redime el que comparte y compadece con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.
En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla, donde éste ha sido encerrado, se encuentra una muy sugerente interpretación de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al Tentador; pues él sí que conocía bien a los hombres y, por eso, sabía manejarlos con tanta eficacia. Los hombres, le viene a decir, aunque parecen buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de pan, de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, le sigue diciendo, ofrecías una libertad tan especial que así acabaste, sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.
Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende, sobre todo cuando lleva la marca de progresía.
A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, ha de enfrentarse la Iglesia en cada nuevo recodo de la historia. Y a ellas tiene que enfrentarse cada cristiano hoy. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.
La Iglesia nos sigue invitando al desierto de la cuarentena como lugar de purificación de encuentro. Allí empezó Jesús a librar su batalla a solas, sin seguridades en que apoyarse, desgastado por el hambre y por la sed, sostenido sólo por la Palabra de Dios.
Y junto al desierto, recordemos los otros signos cuaresmales: el ayuno, la oración y la limosna. A algunos pueden resultarle anacrónicos, pero habrá que descubrir su significado hoy. En alguna ocasión me he permitido algunas sugerencias: ¿No estaría bien ayunar para empezar a vivir la comunicación de bienes con los que ayunan forzosamente cada día? ¿No estaría bien hacer abstinencia de algunas horas de televisión o del móvil para mirar a los ojos a los de casa, para comunicarnos más en familia, para comentar juntos un libro o una película, para hacer un rato de oración , para constatar que no es lo mismo la realidad que la publicidad; para acompañar a quienes están solos?
La Misión diocesana nos ha metido en la escuela de Jesús, del discipulado. Hoy nos enseña a encarar las tentaciones.