+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de febrero de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n la vida hay tiempos para la diversión y tiempos para la conversión. La Cuaresma, que iniciábamos el miércoles pasado, se asocia, por desgracia, a la negatividad, a la tristeza, a la prohibición: lo opuesto al regocijo y desenfreno del Carnaval. Pero ¿por qué no verla como una cura interior de rejuvenecimiento espiritual, como una llamada al encuentro con la verdad más profunda del hombre, como un proceso de sanación y no de destrucción, como tiempo de renovación y de gracia?

Asociada desde los primeros siglos de la Iglesia a la preparación intensiva de quienes iban a ser bautizados en la Vigilia Pascua, la Cuaresma nos llama a los ya cristianos a renovar nuestro bautismo, por el que nos incorporamos a Cristo para caminar en una vida nueva.

¿De qué renovarnos, si se tiene la sensación de que en la cultura actual de el “todo vale” ha desaparecido la tentación y el pecado? ¡Que se lo han creído…! La tentación la padece todo hombre. Algunos en grado tan profundo que ni siquiera la descubren, porque ya ni siquiera ven en qué abismos están sumidos ni a qué cimas están llamados. Quien dice que no padece tentaciones es que o no ha traspasado el umbral de los instintos, o no se ha reconocido como sujeto de una libertad y destinatario de una misión.

¿Y qué decir del pecado? Cuando nos asomaos al pozo interior de nosotros mismos o escrutamos los interiores de nuestra sociedad, en vez de descubrir el agua limpia que refleja la imagen de Dios que somos, ¿no nos encontramos con el río revuelto, donde chapotean, entre el lodo, los siete pecados capitales del viejo catecismo? En ese caldo de cultivo pululan los gérmenes que, a la larga, se convertirán en monstruos de violencia, de corrupción y de muerte. “Del corazón del hombre -decía Jesús- salen las malas intenciones, asesinatos, adulterios, robos, injurias…”.

A eso mismo se refería también Jesús, cuando, en sus diatribas con los fariseos, hablaba de los sepulcros, blanqueados y bonitos por fuera, pero por dentro llenos de inmundicias. ¿Y quién no lleva dentro su buena dosis de fariseo? Porque en nuestra sociedad es floreciente el mercado de los cosméticos y los avances de la cirugía estética, pero escasean los laboratorios de ética. Las estructuras generadoras del hambre y la injusticia, los racismos y las guerras, antes de ser monstruos en la sociedad son larvas que se desarrollan en la intimidad.

Ahora es tiempo de gracia; ahora es el día de la salvación”, nos dice la liturgia de este primer domingo de cuaresma, en que se nos presentan las tentaciones de Jesús en el desierto.

El evangelio, seguramente con una finalidad catequética, ha concentrado en una admirable narración las tentaciones que debieron de ser algo que acompañó a Jesús hasta la cruz. Debieron de manifestarse con una fuerza especial en los momentos en que se endurecía contra él la oposición.

El evangelista las ha colocado en el desierto, ese lugar en que el hombre, ayuno de escapatorias, de vanidades y de comodidades, tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su identidad y su misión.

El tentador, apelando a la condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, le sugiere a Jesús la posibilidad de tomar un camino que le haría más fácil su tarea y más exitosa su sagrada misión. Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan, o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies. Pero Jesús las rechaza apelando a la palabra y a la voluntad de Dios. 

Secundando la propuesta del tentador, es decir, vendiendo su alma al diablo, Jesús habría seguido un camino hasta más lógico; nos habría revelado lo que se puede lograr con el poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo se revela el amor y sólo se redime com-partiendo y com-padeciendo con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.

En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla, se encuentra una muy sugerente interpretación psicológica de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al tentador; pues él sí que conocía bien a los hombres y, por eso, sabía manejarlos con tanta eficacia. Los hombres, le viene a decir, aunque parecen buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, le sigue diciendo, ofrecías una libertad tan verdadera que así acabaste, sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.

Las épocas de grandes mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.