+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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29 de noviembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]omenzamos, con el primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico. Y lo iniciamos con una sacudida que quiere hacernos despertar: «Velad, porque no sabéis cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al canto del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos».

La concepción de «la vida como un sueño» es tan antigua que parece encajada en la experiencia misma de la humanidad. Está presente en el pensamiento hindú, en la moral budista, en la tradición judeo-cristiana y en la filosofía griega. Según Platón, el hombre vive como en un mundo de sueños y tinieblas, cautivo en una caverna de la que sólo la tendencia hacia el bien podrá liberarle. Y Calderón de la Barca compuso en el siglo XVII un drama admirable con el título de “La vida es sueño”. Segismundo, el protagonista, vive en una cárcel, sumido en la más completa oscuridad por el desconocimiento de sí mismo. Sólo cuando es capaz de saber quién es, consigue la luz y el triunfo.

Los sueños, aunque sean proyecciones deformadas de realidades reprimidas en el subconsciente, son irreales. Podemos soñar que estamos en el mejor de los mundos, que lo tenemos todo, y despertarnos con las manos vacías. Podemos “soñar despiertos” y en traje de faena, que es el vestido de los que esperan en un mundo mejor, o podemos soñar despiertos, pero sumidos en el autoengaño, y eso es alienación. Recuerdo que, en un estudio hecho hace años en Chicago, los americanos pensaban que sus vehículos, los más potentes y veloces del mundo, les daban libertad, les permitían ahorrar tiempo. El estudio probaba que, entre lo que suponía la compra del vehículo, los carburantes, los talleres mecánicos, los seguros y los aparcamientos, casi la mitad de la renta del trabajo del americano medio estaba en función del mantenimiento del vehículo, que, a veces, para más “inri”, no lograba desplazarse, debido a los atascos, a más velocidad que los viejos coches de caballos.

Cuando la realidad se confunde con la publicidad, o cuando vivimos en un sueño inducido por el contexto cultural que nos configura a merced de los grandes intereses del mercado, podemos sentirnos tan bien que ni siquiera nos percatemos de que estamos muriendo espiritualmente.

Hay sustancias que inducen y ayudan a conciliar el sueño. Son los somníferos, tan bien conocidos por una generación como la nuestra, enferma de insomnio. Algunos somníferos crean hábito, dependencia. Alguien los comparaba al vampiro, que, según se creía, atacaba a las personas mientras dormían y, la vez que les chupaba la sangre, les inyectaba una sustancia soporífera que les hacía experimentar de un modo más dulce el dormir.

Se nos ha hecho creer que, por ser libres, todo nos está permitido, que podemos incluso modelar la realidad a nuestro gusto y medida, sin tener que dar cuenta a nada ni a nadie, como dueños absolutos del bien y del mal; pero nuestra libertad es de criaturas, no de creadores, y ésta, si no responde a la verdad del hombre, puede volverse contra él, como cuando violentamos las leyes de la naturaleza, que, con no poca frecuencia, se vuelven contra el hombre.

El inmanentismo rampante de nuestra cultura y el hecho de que la venida del “Dueño” se demore, podría dar lugar que el “largo me lo fiáis” nos acostumbrara de tal manera a vivir en la inmediatez que acabáramos cegando los horizontes de esperanza y trascendencia que dan real sentido a la vida. La única salvación, entonces, vendría de alguien que nos sacudiera con fuerza, haciéndonos despertar del sueño.

Eso es lo que pretende el grito que tan reiteradamente resonará en la liturgia del Adviento: “¡Estad en vela!”. “Velad porque no sabéis a qué hora vendrá el “Dueño”, si al atardecer, a media noche, al canto del gallo o de madrugada”.

Seguramente Marcos, que fue colaborador de Pedro, recordaba, al hacer referencia al canto del gallo, lo que aquél le contó, y cómo, por no haber sabido velar, negó por tres veces a su Maestro en la noche aciaga de la pasión.