+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de noviembre de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]omenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico. El adviento se ilumina desde el pasado, pero nos invita a mirar hacia el futuro. Es el tiempo de la venida de Cristo: vino en Belén; viene en cada acontecimiento y en cada sacramento…, vendrá al fin de los tiempos.
Jesús habló a sus discípulos de su “venida”. “Habrá signos en el cielo, la luna y las estrellas…”. Otra vez nos encontramos con el lenguaje apocalíptico, un género literario aparecido en Israel dos siglos antes de la venida de Jesús, para prolongarse durante un siglo después, tomando el relevo al profetismo. Las esperanzas de los profetas no se habían cumplido; el pueblo de Israel, en vez de lograr la independencia, había sido sometido por sucesivos imperios paganos hasta dar la impresión de que a Dios se le había escapado el control de la historia. Ello constituía un escándalo y una dura prueba para la fe de muchos israelitas.
La corriente apocalíptica buscaba, ante todo, hacer que renaciera la esperanza. Vuelve, por eso, a gritar con todas las fuerzas el mensaje de los profetas: que Dios es el señor de la historia, que el tendrá la última palabra. Y ese triunfo de Dios sobre el mal, como nadie sabía cómo se realizaría, se describe con un lenguaje cósmico, que en tiempos de Jesús se había convertido en el lenguaje tradicional. Se conmueven los tres grandes espacios: el cielo, la tierra, el mar. El caos se abate sobre el universo a la espera de un mundo nuevo, algo así como una nueva creación. No se puede olvidar -lo de los horóscopos no es nuevo- que la mayor parte de los pueblos de Oriente adoraban a los astros como si el destino de los hombres dependiera de los mismos. En este contexto declara Israel que aquéllos se desvanecerán, que no hay otro dios que el Dios de Israel.
Lucas utiliza este lenguaje, incluso describiendo una especie de eclipse de sol cuando Jesús muere en la cruz. Era una manera de subrayar que por el acontecimiento del Gólgota se cumplía una decisiva intervención de Dios en la historia humana La cruz es su victoria, que en la mañana de Pascua brillará como nuevo sol.
Lucas insiste en las reacciones de los hombres ante tales signos, porque se trata más de un drama humano que de un trastorno material. Son reacciones conservadoras, que se resisten al cambio, lo temen. Siempre han abundado las ideologías que explotan este temor natural de la humanidad. Pero en toda la Biblia se nos repite que el acontecimiento es epifanía de Dios.
Jesús no es un profeta de calamidades. En vez de explotar el temor, lo desactiva. No es el fin de todo, sino el comienzo de un mundo nuevo. En contraste con la caducidad de los elementos, aparece la visión del Hijo del hombre en gloria y poder. Jesús utiliza el apocalipsis de Daniel (el Hijo del Hombre que viene sobre las nubes), pero, a primera vista, no aparece como un ser celeste, sino como el hijo de María, que comparte la condición humana y que precisamente cuando muere sobre la cruz es cuando entra en el mundo nuevo de su Gloria.
El Adviento es el tiempo de una nueva partida. Y ante las catástrofes aparentes se nos invita a levantar la cabeza, porque es la hora de la liberación. Lo que para muchos puede sonar a destrucción (el fin de Jesús en la cruz, la destrucción de Jerusalén el fin de todo hombre en su muerte, el paso de todo lo perecedero) es para Jesús y para los creyentes de todos los tiempos la hora de la salvación.
Tras estos anuncios de esperanza y confianza, Jesús nos da un consejo de vigilancia para no dejarnos sorprender por su venida: Nuestro corazón puede aturdirse por los éxitos y los torbellinos de la vida: La excesiva preocupación por lo temporal y material puede dar lugar a que las cosas nos posean, nos vuelvan pesados, nos encadenen. El Adviento es una invitación a salir. La ignorancia del día de la venida no debe instalarnos en una indolente pasividad. Con ello se nos quiere decir que cada día es día de su venida. La oración, en esta perspectiva, lejos de ser una huida, es el centinela que nos despierta del sueño para ver cómo llega la aurora. Cada eucaristía es una anticipación de ese día, “hasta que Él venga”. “Velad y orad” podía ser la consigna del Adviento.