+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de diciembre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]oy, primer domingo de Adviento, comienza un nuevo año litúrgico. En los templos se enciende la primera vela de la verde corona de este tiempo de espera y de esperanza.

Ya hace semanas que, sin esperar siquiera a que comience el Adviento, en los comercios se anuncian los productos navideños. Es como una señal de la impaciencia que reina en nuestra época, en que, incapaces de esperar, queremos tenerlo todo y tenerlo inmediatamente. Terminamos por no saber lo que es la alegría de esperar en algo o a alguien.

El Adviento es tiempo de “espera”. Nos prepara para una “venida”, que no es la Papá Noel, sino la de Jesús, nacido en un establo en la santa y dulce noche de Navidad, llamada luego por los cristianos la Noche-buena.

Pero no se trata sólo de revivir el nacimiento de Jesús, escenificado en los humildes pesebres de nuestros “belenes”. Es también el tiempo que nos sitúa en la perspectiva del día en que Jesús vendrá en gloria y majestad, como juez de vivos y muertos. Antes, se nos dice, habrá signos terroríficos: guerras hambre, persecuciones catástrofes en la tierra y en el cielo. Mucho de eso hemos conocido en el siglo pasado y seguimos conociendo en la actualidad.

 “Habrá signos en el cielo, la luna y las estrellas…”. Otra vez nos encontramos con el lenguaje apocalíptico, un género literario aparecido en Israel dos siglos antes de la venida de Jesús, para prolongarse durante un siglo después, tomando el relevo al profetismo. Las esperanzas  de los profetas no se habían cumplido; el pueblo de Israel, en vez de lograr la independencia, había sido sometido por sucesivos imperios paganos hasta dar la impresión de que a Dios se le había escapado el control de la historia. Ello constituía un escándalo y una dura prueba para la fe de muchos israelitas.

La corriente apocalíptica buscaba, ante todo, hacer que renaciera la esperanza. Vuelve, por eso, a gritar con todas las fuerzas el mensaje de los profetas: que Dios es el señor de la historia, que él tendrá la última palabra .Y ese triunfo de Dios sobre el mal, como nadie sabía cómo se realizaría, se describe con un lenguaje cósmico, que en tiempos de Jesús se había convertido en el lenguaje tradicional. Se conmueven los tres grandes espacios: el cielo, la tierra, el mar. El caos se abate sobre el universo a la espera de un mundo nuevo, algo así como una nueva creación. No se puede olvidar – lo de los horóscopos no es nuevo- que la mayor parte de los pueblos de Oriente adoraban a los astros como si el destino de los hombres dependiera de los mismos. En este contexto Israel vive con el convencimiento de que aquéllos se desvanecerán, que no hay otro dios que el Dios de Israel.

Lucas insiste en las reacciones de los hombres ante tales signos, porque se trata más de un drama humano que de un trastorno material. Son reacciones conservadoras, que se resisten al cambio, lo temen. Siempre han abundado las ideologías que explotan este temor natural de la humanidad. Pero en toda la Biblia se nos repite que el acontecimiento es epifanía de Dios. 

Jesús no es un profeta de calamidades. En vez de explotar el temor, lo desactiva. No es el fin de todo, sino el comienzo de un mundo nuevo. En contraste con la caducidad de los elementos, aparece la visión del Hijo del hombre en gloria y poder. Jesús utiliza el apocalipsis de Daniel (el Hijo del Hombre que viene sobre las nubes). No aparece como un ser celeste, sino como alguien que comparte la condición humana.

Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Cuando vemos nuestra vida sacudida en sus cimientos, cuando todo vacila, cuando embarrancan nuestras relaciones humanas y tenemos la sensación de que todo se hundiera entorno a nosotros, entonces puede surgir algo nuevo. Lo que a ojos humanos puede sonar a destrucción (la muerte de Jesús en la cruz, la destrucción de Jerusalén el fin de todo hombre en su muerte, el paso de todo lo perecedero) es para Jesús y para los creyentes de todos los tiempos la hora de la salvación.

El texto se cierra poniendo en boca de Jesús un consejo de vigilancia para no dejarnos sorprender por su venida. La excesiva preocupación  por lo temporal y material puede dar lugar a que las cosas nos posean, nos vuelvan pesados, nos encadenen. La ignorancia del día de la venida no debe instalarnos en una indolente pasividad. En realidad, él está viniendo cada día, en cada Navidad, es el amigo que puede colmar la vida de luz, de sentido. Está a la puerta y llama. Pero estamos tantas veces adormecidos… La oración, en esta perspectiva, lejos de ser una huida, es el centinela que nos despierta del sueño para ver cómo llega la aurora. “Velad y orad” podía ser la consigna del Adviento.