+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de noviembre de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]demás del año solar, que recorremos año tras año con todos los hombres desde el 1 de enero al 31 de diciembre, los cristianos, conscientes de que hay otra dimensión del tiempo, recorremos un itinerario interior y litúrgico, que comienza el primer domingo de Adviento y termina en la fiesta de Cristo Rey. Es éste un viaje que gira alrededor del Sol radiante que es Jesús-Salvador.   

El inicio del año litúrgico probablemente pase desapercibido en los medios de comunicación. El color morado de los ornamentos y la austera ornamentación de los altares serán los únicos signos visibles del acontecimiento. Y, sin embargo, lo que esperamos, porque el Adviento es tiempo de espera y de esperanza, tiene una trascendencia infinita.

Esperamos la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Vino hace veinte siglos en el humilde parto de una joven nazarena y en la oscuridad de un establo «porque no había sitio en la posada». Vendrá al final de los tiempos en manifestación de poder y de gloria. Sigue viniendo en cada Navidad, cada día, al corazón de todo el que esté dispuesto a acoger el don de su amistad.

El Adviento, como decía, tiene como compañera inseparable la esperanza, invita a mirar hacia adelante. El que viene es capaz de cambiar el corazón del hombre y el rumbo de la historia, de alumbrar un mundo nuevo de paz y fraternidad para todos los hombres de buena voluntad.

Hay, como sabemos, dos maneras de enfocar la existencia. Una, sin perspectiva de futuro, cuya meta es la muerte. Por eso, ante este cierre de horizonte algunos se han elaborado la filosofía particular del “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Éste puede ser también, en la práctica, el comportamiento de cristianos de fe débil, como sucedía a los israelitas del tiempo de Noé. Dice Jesús: “La gente comía, bebía, se casaba…; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio”. 

Pero Jesús también habla de un segundo enfoque, que nos dice que todo lo de aquí abajo tiene semillas de eternidad. Por eso, el aviso de Jesús: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. O sea, que lo que hacemos no carece de sentido; que nuestros senderos de cada día no se cierran ante el muro absurdo e insalvable de la muerte; que hay un futuro de plenitud.

Mientras la crisis se prolonga sobre tantas familias y se demoran tantas aspiraciones justas, el grito de los viejos profetas de Israel volverá a resonar en este adviento invitando a la vigilancia. Será el suyo un mensaje que acaricia y da seguridad; un mensaje de paz, sin otra contraprestación que la del amor acogido, consentido y compartido. Nos invitarán a soñar despiertos y en traje de faena con un mundo en que desaparezcan de la faz de la tierra el hambre y la injusticia, en que la dignidad de todo hombre sea reconocida, en que las espadas se tornen azucenas y el cielo se pueble de palomas, en vez de proyectiles de guerra y de armas de destrucción masiva.

El Adviento es también preparación para la Navidad. Por eso trae consigo el rumor de la cercanía de Dios, el presentimiento de que el Dios que es amor se hace Emmanuel y quiere estar con nosotros.

Vivir el Adviento es creer de veras que es posible nacer de nuevo, con la gracia de Dios. ¿Por qué que no intentarlo con todas nuestras fuerzas? No son necesarias cosas espectaculares. Se puede empezar entrando dentro de nosotros mismos, auscultando el propio corazón. La superficialidad nos impide descubrir la maldad que se agazapa, como la antigua serpiente de la catequesis del Génesis, en las entretelas del alma.  

Tenemos por delante cuatro semanas, que pueden ser como un saludable retiro espiritual para sanear el corazón, disponerlo a la gracia de Dios, abrirlo para compartir con nuestros hermanos lo que somos y tenemos.