+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de noviembre de 2015
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¿Es cierto que la historia humana es, como dicen algunos agoreros, una loca y absurda carrera hacia la debacle total? ¿Será la nada el destino final? Esa sensación se podría tener al comenzar la lectura del evangelio de este primer domingo de adviento: “[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]abrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustias de la gente, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo…”.
Nos hemos encontrado, otra vez, con el lenguaje apocalíptico: un género literario aparecido en Israel dos siglos antes de la venida de Jesús y que se prolongaría durante un siglo después, tomando el relevo al profetismo. Las esperanzas de los profetas no se habían cumplido; el pueblo de Israel, en vez de lograr la independencia, había sido sometido por sucesivos imperios paganos hasta dar la impresión de que a Dios se le había escapado el control de la historia. En ese contexto, la corriente apocalíptica carga las tintas a fin de lograr que, en medio de la mayor oscuridad, se encendiera la luz de la esperanza; para proclamar que Dios es el señor de la historia, que él tendrá la última palabra.
Hoy, tal vez, habríamos utilizado otro lenguaje menos astral. Podríamos hablar de los arsenales de armamentos atómicos, del aumento de las desigualdades sociales entre los países, de los millones de emigrantes y refugiados que llaman con urgencia a nuestras puertas, de las amenazas a Occidente por parte de grupos radicales pseudoreligiosos. Parecería que nos acercáramos a un final trágico del mundo.
Ante un panorama tan desolador parecería de ilusos seguir soñando, creyendo y esperando en un mundo nuevo. Pero ahí, en medio de un mundo que se nos presenta tantas veces caótico, resuena la palabra de Jesús como Buena Noticia: “Entonces verán al Hijo del hombre venir con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. La esperanza del cristiano debe brillar incluso en medio de las tragedias humanas; capacita para amar por encima del odio, de unir las manos para transformar el mundo, de esperar contra toda esperanza.
Tal vez muchas personas no sepan ya qué es el “adviento”. ¿Vivimos los que nos llamamos cristianos conscientes de estar siempre en adviento? Porque cuando el mundo y la historia se conciben traspasados de trascendencia, resulta que es verdad que todo es adviento. Pasado, presente y futuro giran pendientes de Aquél que vino, que vendrá y que está viniendo permanentemente.
El pueblo de Israel, después de un largo calvario de esclavitudes, privaciones y destierros, fue dándose cuenta de que Dios no les había abandonado. La reflexión sobre el pasado hizo que Aquél se convirtiera en figura y anticipo, en ejercicio de esperanza para anhelar un adviento futuro.
“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así empezó un nuevo ciclo de ese adviento tridimensional, la bella danza de la esperanza.
Las cuatro semanas de adviento pretenden eso: que los hombres del siglo XXI nos demos cuenta de que un día, hace más de dos mil años, “apareció la misericordia de nuestro Dios y nos trajo la salvación”. La eternidad se mezcló con el tiempo. Apoyados también nosotros en la esperanza que despierta el adviento pasado, aprendemos, como el pueblo de Israel, a vivir en la esperanza del adviento futuro. Que imitemos al criado solícito, viviendo sobriamente, honradamente, religiosamente, aguardando la dicha que esperamos. Porque el Señor vendrá a la hora que menos pensemos. Sus palabras no fallarán.